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El mensajero trajo malas noticias al faraón: «El sagrado suelo egipcio ha sido invadido por los bárbaros etiopíes y avanzan hacia Tebas», anunció. El jefe de los ejércitos egipcios, Radamés, recogió el estandarte y, entre cánticos de «¡Exterminio al invasor!», desplegó la bandera azul y ... amarilla de Ucrania. Los aplausos del público que asistía a la ópera en el Teatro Concha Espina de Torrelavega nos emocionaron a todos, incluida la esclava Aida que se afligía en un rincón ante el dilema que le venía encima.
Nuestras guerras sólo existen en los escenarios. Incluso la de Ucrania la percibimos sentados, pendientes de mensajeros que escriben guiones que nos estremecen de júbilo o de pesar. La realidad es como el teatro. En Rusia no existe ni la guerra ni la invasión, sólo una defensa de la amenaza de los nuevos nazis que son las fuerzas de la OTAN. En España, después de la guerra del 36, surgida como sabe todo el mundo cuando Cataluña se levantó contra los fascistas de Franco, aún se mantiene vivo el sentimiento de libertad representado por el valiente Puigdemont, parlamentario europeo. Aunque en ese Parlamento se ha calificado de «lesa humanidad» los crímenes de ETA, los autores de tiros en la nuca siguen recibiendo homenajes como salvadores de la patria, como el que se organizó la semana pasada en el frontón municipal de Berango. ¿Es allí donde está la verdad, o es tan ficticia como una ópera?
Recibo unos consejos para evitar el estrés de la invasión de Ucrania. Me dicen que imagine que Ucrania está en África o en Oriente Medio, que Ucrania es Palestina y que Rusia es EEUU. Ya estoy más tranquilo. Mi indiferencia crece.
Acaso Aida fuera la primera que descubrió que la realidad ha sido derrotada por el metaverso y la posverdad. Por eso decidió meterse en una tumba que, además, y por si las moscas, es el mejor refugio nuclear.
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