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Esta pandemia que se nos presenta como de larga duración está dando para todo. Para que los políticos se enzarcen unos con otros por los errores que cometen y no sean capaces de, sencillamente, aceptarlos y disculparse. Para que las redes sociales nos ... llenen de mentiras. Para que los medios de comunicación responsables nos cuenten lisa y llanamente lo que esté sucediendo con noticias objetivas, mientas los que no lo son califiquen o descalifiquen lo que en realidad es incalificable. Pero entre tanto ir y venir a cuenta de la pandemia, también surgen preguntas incisivas.
Ante las innumerables reacciones, que incluso llegaron a que el Vaticano organizara jornadas especiales de oración, ampliamente difundidas a través de sus medios de comunicación, era inevitable cuestionarse y algunas personas lo han expresado públicamente: ¿Son las oraciones y las rogativas a Dios las que nos van a liberar de la pandemia, acortarla, domarla, suprimirla? ¿O no es, más bien, la ciencia del siglo XXI la que ha de conseguir controlarla y reducirla, en la medida de sus actuales conocimientos y capacidades?
No me voy a ocultar. Amo la ciencia y la he practicado y vivido en el laboratorio. Y creo en ella. Durante decenas de años la he dado a conocer a miles de jóvenes a través de una muy particular disciplina: la Farmacología, que muestra la enorme riqueza que el ingenio humano ha desarrollado para sanar. La Farmacología desentraña el funcionamiento del organismo humano, lo analiza hasta sus últimos términos hoy conocidos, observa los mecanismos que lo alteran y son responsables de su patología, y diseña moléculas -fármacos- que la pueden mejorar, o restaurar, o frenar. Es una disciplina particularmente bella: agarra la ciencia y la pone al servicio de la humanidad. No me hablen de sus errores y malos usos, me los conozco muy bien; pero ellos no restan un ápice al inmenso avance que la ciencia farmacológica ha promocionado en nuestra esperanza y calidad de vida. ¿Cómo no voy a creer en la ciencia y amarla?
Pero a mí la ciencia me ha llevado a Dios. No me pregunten cómo es Él porque no soy teólogo y mucho menos apologeta. Es el misterio de nuestro don. Algunos prefieren que sea el azar el origen de los millones de moléculas que se mueven e interactúan de una manera inimaginablemente armónica; y hasta elaboran ecuaciones matemáticas para explicarlo.
No me sirve para entender la perfección -frágil y vulnerable, por supuesto- de la transmisión génica, sutilmente individualizada; o la de nuestro cerebro que genera inteligencia, amor, palabra, música, belleza y bondad de manera desbordada; o de nuestro riñón que genera orina de manera sutilísima, hasta el punto de que tuvieron que imitarla los ingenieros; o el increíble ensamblaje de los elementos -pura mecánica y electrónica- que componen nuestro oído o nuestros sistema osteo-muscular; y ya no digamos el proceso de la creación y desarrollo del nuevo ser humano -no un simple ser vivo- desde el momento mismo de la concepción.
Pero me fío plenamente de quien, con su vida y su palabra, nos reveló que Dios, ese ser ignoto, oculto, aparentemente inalcanzable e incomprensible, es Creador y, sobre todo, Padre. Que en su acción creadora, plena, total e inabarcable, nos engendró y quiso hacernos a su imagen y semejanza: quiso que fuésemos cocreadores con Él hasta las últimas consecuencias que la Ciencia nos descubre, plenamente libérrimos. Por eso me resulta muy fácil responder a la pregunta que titula estas reflexiones: es la ciencia con la que fuimos dotados por Dios. Y conste que comprendo, respeto y amo a quienes no lo ven así.
Confío en el poder de la ciencia como confío en Dios. ¿Cómo no, si la una es producto inseparable del otro?
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