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Hace diez años, vivíamos maravillados los tiempos de la indignación obligatoria. La política se había impuesto, por fin en España, como madre de todas las ciencias y de todas las religiones. Ya sin la fe de los mayores, el personal se apuntó alegremente a las ... revueltas callejeras contra el «neoliberalismo». En realidad, como aquí nada brota espontáneamente, el 15M fue una gran fiesta al aire libre, una mezcla siniestra de catequesis y demagogia, muy parecida a las jornadas mundiales de la juventud, pero con pastores distintos.
En ese mismo año 2011, unos meses después de las acampadas y las asambleas, la banda ETA, formada también por un grupo más o menos numeroso de individuos «politizados», anunció el cese de sus operaciones de limpieza étnica e ideológica en el País Vasco. A través de un vídeo, tres terroristas con chapela y pasamontañas manifestaron su intención de perdonar la vida a sus adversarios, quienes, en adelante, tendrían permiso para caminar por la calle sin temor a la bala en la nuca, la bomba lapa o el zulo.
Hoy, después de un decenio de pertinaz batasunización del espacio público y de erosión continuada de la convivencia democrática, la chavalería ignora por completo qué representó la plataforma Basta Ya, en qué consistió el Espíritu de Ermua y quiénes fueron Gregorio Ordóñez, Fernando Buesa o Francisco Tomás y Valiente. Eso sí, reconoce a Arnaldo Otegi (el 'Mandela vasco') como un compañero de trinchera en la lucha universal contra el fascismo. La semana pasada, Otegi afirmó que él y sus acólitos son ahora conscientes de la tristeza del prójimo. Es decir, aquel líder abertzale que nunca condenó un crimen y que, en julio de 1997, disfrutaba de la playa durante los últimos minutos de la vida de Miguel Ángel Blanco -y mientras sus conciudadanos velaban en las calles-, recibe elogios de miembros del Gobierno y de partidos españoles por reconocer la existencia del dolor.
Estos discursos, pese a resultar repulsivos, son útiles en una sociedad que no se ha sostenido nunca sobre la responsabilidad de los propios actos ni se atreve a pronunciar una condena firme de los asesinatos por razones políticas y de la ideología racista que los inspiró. Sumergidas en la lógica del partidismo, seguramente las palabras de Arnaldo Otegi (prudentes para no soliviantar a su base electoral) servirán para tejer acuerdos y nuevas alianzas. Es decir, los ecos del terrorismo se absorben por la política y se convierten en otra herramienta del paripé nacional. Por eso, la izquierda abertzale habla del dolor y, al día siguiente, exige la liberación de quienes lo infligieron, mientras acusa a quienes reclaman justicia de entorpecer la «reconciliación».
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