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No hay duda de que la esperanza es una de las cosas más misteriosas que tenemos los hombres. La esperanza nos mantiene vivos y hasta optimistas cuando la razón nos dice que no hay futuro para nosotros, quizá porque, como escribió Julio Cortázar, «la esperanza ... le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose».
Tenemos que seguir viviendo, llevando adelante nuestro proyecto vital, el individual y el colectivo (cualquiera que sea el que consideramos nuestro: España, la clase trabajadora, las mujeres en su conjunto), y sin embargo el panorama que nos envuelve es completamente penoso, sin que se atisbe por ningún lado un factor de consuelo y de optimismo.
Aún no hemos salido completamente de una plaga sanitaria que puso a todo el mundo patas arriba y que ha dejado secuelas terribles en múltiples aspectos de la realidad económica y social, cuando los europeos nos hemos metido en una gran guerra, que es devastadora, que va a ser larga y que implica el riesgo de desembocar en esa temida conflagración apocalíptica que tantas voces han venido pregonando desde 1945.
He dicho que los europeos nos hemos metido no sólo porque considere a Ucrania y a Rusia parte de Europa sino porque el origen de esa guerra no es otro, indudablemente, que la decisión tomada en su día por Estados Unidos de utilizar a Europa como instrumento de su política de enemistad con Rusia. Cuando a partir de 1989 empieza a caer el régimen soviético, hubo voces muy autorizadas (Kissinger y Mitterrand, entre otros) que vieron llegado el momento de que Occidente abrazase a Rusia. Pero EE UU y Europa no quisieron o no supieron hacerlo. Prefirieron que Rusia siguiese siendo nuestro rival, el otro, y dejaron que fermentase en ella un nacionalismo tóxico, cuyo peligro no estriba solamente en su poderío militar sino en el hecho de que, al hostigarla, la hemos forzado a aliarse con el verdadero enemigo y rival de Occidente, que no está en el Oriente de Europa sino en Asia.
Nadie puede creer racionalmente que esta guerra vaya a tener un final bueno. Con toda seguridad esta guerra ha abierto una etapa muy negra para nuestro continente, y no sólo en lo económico. Ha regresado el militarismo, el lenguaje amenazante entre los Estados, el miedo a una conflagración atómica. El mundo se ha vuelto otra vez un lugar sumamente peligroso. Ahora bien, ¿es Putin el único culpable, es el supuesto comunismo larvado de la actual Rusia el que lo ha provocado todo?
Estos días he vuelto a releer la obra más profética de Dostoievski, 'Los demonios', grandísima novela, aunque ha de decirse que profética sólo en un sentido, en el de que vaticinó con casi cincuenta años de adelanto la llegada del bolchevismo al poder. Lenin y sus secuaces están perfectamente prefigurados en el personaje de Verjovenski y su círculo. Pero Dostoievski se equivocó en una cosa: él creyó que las ideas comunistas y nihilistas eran como los demonios del Evangelio, que poseerían al pueblo ruso por un tiempo y acabarían arrojadas al mar, como la piara de cerdos de Gerasa, dejando a Rusia otra vez en los brazos amables del cristianismo ortodoxo (que para él era el único válido).
La realidad no es así. Por lo que estamos viendo ahora, la nación rusa actual parece tener muy poco de evangélica. El régimen de Putin practica un imperialismo desalmado y, por más que alardee de impedir que en su territorio tengan vía libre la nefasta ideología de género y el proselitismo arco iris, no podemos caer en el error de figurarnos que de allí va a venirnos a Occidente algún tipo de regeneración cristiana. Como amante de Rusia, de su lengua, de su literatura, de su música y de toda su inmensa riqueza cultural, quisiera equivocarme, pero mi convicción es que la oportunidad de rescatar a Rusia de los demonios que la poseen la tuvo Europa en 1989 y la ha perdido para siempre por sus errores, que no fueron sino los frutos de la propia decadencia moral de Occidente, que hoy, en 2022, se halla ya, sin duda, en fase avanzadísima.
Ahora toca ponernos en lo peor, o aferrarnos a ese misterio de la esperanza pura, porque no se atisba por ningún lado una solución al enfrentamiento, a esta ominosa división entre las dos Europas, que en realidad no data de hace un siglo sino de hace once, del cisma de Oriente, ese hecho crucial que ha marcado, como ningún otro, la historia del continente. Ese cisma que es, más que nunca, el signo del mayor mal que padecemos, la división de Cristo. Lo saben bien los papas. Por eso, Francisco I, impreciso en tantas cosas, no se ha equivocado al señalar que los ladridos de los perros de la OTAN tienen mucho que ver con el origen de esta guerra.
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