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Los agricultores han emprendido movilizaciones en toda España siguiendo convocatorias diferenciadas a las que hoy inician las organizaciones más representativas –Asaja, COAG y UPA– tras bloquear numerosas carreteras en los últimos días por la llamada de asociaciones de implantación más territorial y otras impulsadas a ... través de las redes sociales. Las protestas, como las que han sacudido Francia y otros países de la UE, denotan el malestar existente en un sector que se siente olvidado y cuyos problemas estructurales, de muy difícil solución, se han visto agravados por el desbocado aumento de sus costes de producción y los estragos de la sequía. El campo merece ser escuchado y recibir una respuesta realista a sus inquietudes, pero también ha de medir la repercusión en la vida ciudadana de sus acciones de fuerza y la conveniencia de impregnar sus mensajes de consignas partidistas, como ha hecho en algunos casos.
Estamos ante un desafío de dimensión europea al que Bruselas ha reaccionado con inmediatas cesiones en la agenda verde –entre otras, el aparcamiento de la reducción de pesticidas– ante la proximidad de las elecciones a la Eurocámara, mientras los Gobiernos nacionales y autonómicos han combinado empatía y evasivas. Al plantear sus reivindicaciones, las organizaciones sectoriales tratan de hacerse eco de infinidad de situaciones al borde del colapso, conscientes de que las soluciones posibles pueden ser efímeras en sus efectos porque se trata de que la humanidad se alimente sin poner en riesgo el futuro del planeta. Y procurar a la vez que sean viables explotaciones que merecen ser subvencionadas porque de ellas depende el equilibrio territorial y demográfico. Las quejas por la burocracia exigida por la PAC o por la obligación de destinar el 4% de las tierras al barbecho no reflejan la magnitud de los problemas del sector. Enfrentar su producción a las medidas de sostenibilidad que requiere solo aportaría pan para hoy, al margen de la carga ideologizada que comporte.
Pero hay un aspecto verdaderamente crítico que no se puede despachar revisando las negociaciones con el Mercosur: en un mundo con una profunda desigualdad entre el norte y el sur, entre el oeste y el este, los países democráticos no pueden cerrar fronteras, a la vez, al flujo de productos agrícolas y al de personas resueltas a migrar. Ni tratar la producción agrícola ucraniana al margen de las vicisitudes que atraviesa un país que se quiere europeo.
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