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No hay nada que celebrar. Franco ha muerto en la cama». Marcos Ana, militante comunista, 23 años en las prisiones franquistas, cortó en seco la celebración. De madrugada Radio París había adelantado la noticia del fallecimiento del dictador. Poco a poco fuimos llegando a la ... sede del CISE, un centro francés ubicado en el centro de París cuyo presidente de honor era Pablo Picasso y que dirigía Marcos Ana. Allí se acogía, se daba apoyo personal y dotaba de recursos económicos a los presos y exiliados políticos del franquismo.
Unas semanas después Marcos Ana revisó su reflexión de primera hora. Lo que sí había que celebrar eran los cambios que con la desaparición física del dictador comenzaban a producirse en España. Desde mi exilio parisino viví esos cambios y puedo afirmar que sí hubo un antes y un después de la muerte de Franco.
Formé parte de la tercera generación de exiliados o transterrados. La primera, la más masiva, se produjo tras la derrota de la República; la segunda fue mitad política –la Dictadura persiguió con saña toda disidencia política tras su victoria por las armas–, mitad económica; la tercera tuvo su origen en las movilizaciones obreras y estudiantiles de los años sesenta y principios de los setenta, reprimidas con extrema dureza por el régimen franquista.
Desde la primavera de 1973 residía en Francia, tras marchar al exilio junto a varios compañeros de la Escuela de Magisterio de Santander. Evitamos así una segura condena a manos del Tribunal de Orden Público, el TOP, un tribunal especial para juzgar a los demócratas que se oponían a la dictadura.
La sensación de que algo importante estaba cambiado con la muerte de Franco fue casi inmediata. De la noche a la mañana pasamos de manifestarnos ante la legación diplomática española en París en protesta por los fusilamientos de septiembre de 1975 a ser recibidos en la embajada.
En enero de 1976 una delegación de la asamblea de exiliados en París, de la que formé parte, inició negociaciones para lograr el regreso de los exiliados, intentando evitar posibles y probables discriminaciones en la concesión de pasaportes.
La primera entrevista con el embajador de España, Miguel María de Lojendio, ratificado en el cargo por José María de Areilza, nombrado ministro de Asuntos Exteriores en el primer Gobierno posfranquista, fue cordial pero sin resultados positivos. Fueron necesarias varias reuniones para fijar unas condiciones mínimas: habría pasaportes para todos los que acreditaran estar reconocidos como refugiados políticos, pero con dos excepciones: los dirigentes comunistas históricos, con Santiago Carrillo encabezando la lista de proscritos, y los condenados en firme por delitos de sangre.
Cuando una delegación de la asamblea de exiliados acudió al Parlamento de Estrasburgo pudimos comprobar la profundidad de los cambios que se estaban operando en España. Varios procuradores de las Cortes franquistas aceptaron un encuentro extraoficial. Asistieron Ángel Zubiaur, Auxilio Goñi, Jesús Esperabé de Arteaga y María Teresa de Borbón-Parma, en representación del Partido Carlista.
En febrero de 1976 regresé a una España que ya no era la misma de la que huí tan solo tres años antes. La muerte del dictador había abierto las compuertas y los españoles comenzaban a recuperar las libertades perdidas 40 años antes. Recordarlo hoy es de justicia.
Y concluyo estas líneas, que para nada pretenden entrometerse en un debate en el que, creo, se valoran más los posicionamientos políticos que los hechos, con una anécdota personal que tiene a este medio de comunicación como protagonista.
Como era lógico, la prensa local no se hizo eco de la marcha al exilio de cuatro jóvenes estudiantes santanderinos. Sin embargo, unos días después de mi regreso del exilio, Manuel Ángel Castañeda, entonces redactor de El Diario Montañés, publicó un suelto informando de mi regreso a España. Y es que también en la prensa comenzaban a operar el cambio democrático y hacia la libertad que se inició con la muerte en la cama del dictador.
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