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El lanzamiento por Irán de una lluvia de 300 drones y misiles balísticos y de crucero contra territorio israelí, en represalia por el asesinato de ... siete de sus mandos militares en el bombardeo hace dos semanas de la sede consular en el avispero sirio de Damasco, introduce una muesca más, pero inquietantemente relevante, en la escalada de tensión en Oriente Próximo disparada por la ofensiva terrorista de Hamás contra el Estado hebreo del pasado 7 de octubre. Relevante por los dos actores enfrentados, claves en la estabilidad de la región y que libran una constante guerra soterrada, y porque esta es la primera vez que el régimen de los ayatolás ataca directamente a quienes considera identifica como «el enemigo sionista». Resulta elocuente del cariz que ha adquirido este pulso geoestratégico, preñado de belicismo, que tanto israelíes como iraníes hayan interpretado la incursión como una victoria propia: los primeros, porque su 'escudo de hierro', reforzado por sus aliados de EE UU, Reino Unido y Jordania, interceptó el 99% del material proyectado sobre su espacio territorial, según la valoración del Ejecutivo de Benjamín Netanyahu; y la República Islámica, porque demostró de lo que puede ser capaz jactándose de no haber desplegado todo su potencial armamentístico. La paradoja es que esa descorazonadora reivindicación del episodio como un triunfo de parte constituye la precaria garantía para la comunidad internacional de que el ataque pueda quedarse en una nueva escaramuza; particularmente grave, sí, pero sin que vaya a más.
Si la crueldad de los atentados de Hamás no otorgaba carta blanca a Israel para devastar a los palestinos en Gaza, la represalia iraní tampoco lo es para una respuesta de Tel Aviv que suba un peldaño más en la espiral de violencia. Pero el ataque recibido, con una población civil amedrentada, recuerda el hostigamiento que sufre el Estado hebreo en la región, con regímenes que no solo no lo reconocen sino que no han renunciado a su aniquilación y que nutren el terrorismo de Hamás y de Hezbolá. En este contexto cada vez más al límite, lo prioritario, lo perentorio, es frenar la escalada sin establecer distinciones en las insufribles vulneraciones de los derechos humanos. La dilación del Gobierno de Sánchez en condenar expresamente la actuación iraní no puede comprometer la posición de España escorándola en un escenario tan complejo ni perdiendo de vista que la emergencia ahora es la contención en la escalada, como ha requerido el presidente.
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