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Desde ayer, en un acto concelebrado por una veintena de obispos y arzobispos españoles, Arturo Pablo Ros Murgadas (Valencia, 1964) es la nueva cabeza de la diócesis de Santander en sustitución de Manuel Sánchez Monge (Paredes de Nava, 1947), que ejercía el ministerio episcopal ... en Cantabria desde 2015 y que pasa ahora a ejercer el título de obispo emérito. Como es preceptivo en el derecho canónico, al cumplir los 75 años Monge puso su cargo a disposición del papa Francisco quien, siguiendo los habituales ritmos de una institución milenaria como la Iglesia, designó el pasado octubre a Ros para relevar al palentino.
Sánchez Monge, a lo largo de estos más de ocho años, ha dejado una profunda huella en Cantabria que ha ido más allá de la mayoritaria comunidad católica. Monge, un sacerdote con una profunda vocación humanística e intelectual, es también un hombre cercano, que ha estado presente en la sociedad regional y que ha emprendido numerosos proyectos de todo tipo, que abarcan desde la misión evangelizadora hasta la renovación del entorno catedralicio, pasando por la reorganización de la diócesis y sus archivos. La seo santanderina está, probablemente, en uno de los mejores momentos de su historia reciente, gracias a los trabajos del Ayuntamiento de Santander y los acuerdos con el Ministerio de Fomento para impulsar su plan director y emprender notorias remodelaciones en sus edificios y en el urbanismo circundante. Cuenta de las preocupaciones de Sánchez Monge dan los artículos publicados en El Diario Montañés sobre asuntos como la inteligencia artificial, el problema demográfico, la salud mental o la brecha generacional.
Vive la Iglesia, española y universal, un momento crítico, como tantas otras instituciones que se ven afectadas por los profundos cambios que afectan a las sociedades actuales. Sánchez Monge no ha sido ajeno a ello, y en su mandato ha lidiado con la carencia de vocaciones sacerdotales, con la progresiva secularización, con la creciente crítica a la misión de la Iglesia, con la demoledora contrición por los abusos sexuales habidos en su seno, con el cuestionamiento del papel de la mujer en la toma de decisiones internas y en su función en la institución eclesial.
Estas cuestiones, comunes a todo occidente, tienen su traslación concreta en cada diócesis y será ahora Arturo Ros quien haya de lidiar con ellas. En el caso de Cantabria, los problemas toman forma a través de las nuevas formas de pobreza, las crecientes tensiones sociales por la inmigración, las adicciones contemporáneas o la discriminación en sus múltiples variantes.
Una gran responsabilidad, pero que cuenta con el punto de apoyo de que el papel de la Iglesia, a través de todas las organizaciones que lidera, directa o indirectamente, es incuestionable. En la educación, la sanidad, el auxilio social, el acompañamiento espiritual, los medios de comunicación que gestiona, la conservación del patrimonio a su cargo y, en general, por su apoyo a los más débiles y la asunción de tareas que nadie quiere desarrollar. Incluso dejando al margen la motivación religiosa, su labor social es, en buena medida, insustituible. Los errores que sus miembros puedan cometer, como los de cualquier otra entidad, deben repararse de forma justa, una vez determinada la responsabilidad. Pero no desacreditar en su conjunto a una institución que cumple una misión esencial.
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