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La estremecedora imagen de Mensut Hancer, el padre aferrado a la mano de su hija adolescente Irmak, muerta entre las ruinas de su vivienda, retrata la inmensa tragedia provocada por los terremotos que sacudieron el lunes Turquía y Siria. En esta tierra que todavía no ... ha dejado de temblar, los movimientos sísmicos han causado ya más de 12.000 fallecidos y 40.000 heridos, además de devastar localidades completas e infraestructuras de comunicación y dejar a la intemperie a unos veinte millones de personas. La urgente reacción de la comunidad internacional, movilizada con la solidaria energía que exige la ocasión, se ha concentrado por ahora en tratar de salvar a los atrapados entre toneladas de escombros y recuperar los cuerpos que esperan familias angustiadas, sin posibilidad de refugio más allá de una tienda de campaña y forzadas a recorrer hileras de cadáveres en improvisadas morgues para identificar a sus seres queridos. Las temperaturas bajo cero y la nieve agravan las penurias de los que han sobrevivido y complican el trabajo de los miles de voluntarios que aportan experiencia y esperanza a los damnificados.
Los escenarios no son ajenos a las consecuencias de este desastre natural. Al presidente de Turquía no le queda más remedio que reconocer «problemas» en una atención a las víctimas que está dejando que desear. Porque al daño causado por los temblores contribuyó la endeblez de unos edificios convertidos en tumbas de miles de desgraciados, inmuebles que se desplomaban como castillos de naipes y, antes que refugio para los supervivientes, se convertían en trampas mortales. A Recep Tayyip Erdogan le llueven justificados reproches de falta de vigilancia, cuando no connivencia, con una negligente industria de la construcción que pretende acallar restringiendo las redes sociales. La solidaridad del mundo afea una actitud de Erdogan hacia vecinos y aliados en la OTAN que a menudo roza el matonismo.
En la parte siria de la catástrofe, las consecuencias del autoritarismo de los gobernantes son aún peores. Al menos tres millones de afectados ya eran refugiados de la guerra que dura desde 2011. El hecho de que Bashar el-Asad se haya apresurado a anunciar que su Gobierno controlará toda la ayuda que llegue al país representa un castigo añadido para las víctimas del último bastión rebelde. Aunque de nada le vale al dictador de Damasco escudarse en unas sanciones que, según la ONU, excluyen necesidades humanitarias.
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