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Donald Trump se ciñó a la fórmula propuesta por el juez del Tribunal Supremo al tomar posesión de la presidencia de Estados Unidos y, en ... esa medida, se ajustó a la institucionalidad del momento. Pero acto seguido volvió a salirse del guion tradicional en los rituales de alternancia, como ya lo hiciera en 2017, al proclamar que ahora comienza la «era dorada» para su país contra «las traiciones horribles» que se habrían cometido por parte del 'establishment' de Washington. Declarar el 20 de enero de 2025 como el «día de la liberación», ante una Kamala Harris que no podía evitar una indisimulada incomodidad, vuelve trascendentes sus propósitos de drástica revisión del mandato de Joe Biden, y también de revancha personal en tanto que, como convicto, dice sentirse perseguido judicialmente. Llegó incluso a prometer que la balanza de la Justicia volverá a equilibrarse; es de suponer que a favor de una mayor impunidad. Harris y Biden sólo aplaudieron cuando el presidente celebró la liberación de los rehenes israelíes gracias a la tregua en Gaza, aunque no hubo mención a las víctimas palestinas.
La incógnita, a partir del enunciado de sus intenciones, apunta a la solvencia jurídica y a la viabilidad real de las órdenes ejecutivas firmadas por Trump inmediatamente después de jurar su cargo. Es decir, hasta qué punto los anuncios de su discurso público de ayer pertenecen al ámbito de lo testimonial. Por ejemplo, está por ver si la declaración de una Emergencia Nacional en la frontera sur implica la participación activa de las Fuerzas Armadas. Y si la misma emergencia en el ámbito energético con su clásico lema «perforar, perforar» va a tensionar las posibilidades de extraer crudo y gas como para exportarlos a todo el mundo. La presunción de que el sistema educativo público tiende a que los más jóvenes se avergüencen de sí mismos interpela a las familias hasta la impotencia y expulsa moralmente a los docentes.
Una Administración que se inspire en la excelencia y en el éxito resulta atractiva. Sólo que ha de demostrarlo en los cuatro próximos años. Sobre todo si, a cambio, afroamericanos e hispanos no logran identificarse con el homenaje que, de paso, Donald Trump dedicó a la memoria de Martin Luther King. La convivencia requerirá preservar un mayor margen para la pluralidad, sobre todo cuando Trump amenazó con prohibir por decreto «la ideología de género», limitándolo únicamente a «hombre y mujer» en un país considerado un crisol de culturas e identidades.
Donald Trump debería representar los intereses comunes a los estadounidenses distinguiendo su papel institucional de sus ideas o aspiraciones más personales. Aunque su inclinación es otra. La de encarnar su visión de América ante y frente al resto del mundo. En la convicción fundada de que su misión ha calado en otras sociedades democráticas y ha podido sintonizar con regímenes cuando menos iliberales. Pero la réplica a la era anunciada por Trump no puede reproducir sus esquemas renuentes a los patrones democráticos.
Es imprescindible que la Unión Europea y España mantengan no ya el vínculo diplomático preciso para preservar las relaciones entre aliados históricos. Es imprescindible que atenúen la confrontación ideológica para poner en valor el argumento de los hechos frente al propagandismo infundado. La decisión de Trump de invitar a sus incondicionales europeos y españoles a su toma de posesión no debería convertirlos en sus interlocutores, ni con la UE ni con España.
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Ana del Castillo
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