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Me dirijo a los lectores con la finalidad de compartir reflexiones nacidas de lecturas actualizadas sobre uno de los temas que más preocupa a la comunidad educativa actualmente y lo hago desde mi situación de profesor jubilado y apasionado de la innovación tecnológica.
Creo que ... el debate no es si prohibir el teléfono móvil en los centros escolares o no; tampoco abundar más en la pertinencia de las herramientas digitales en el aula o en las exigencias de la mejora de ajustes de bienestar o control familiar de los dispositivos. La digitalidad está tan injertada en nuestra condición humana que utilizando las ideas y propuestas del profesor Juan Luis Suárez en su libro 'La condición digital' nos debemos preguntar: ¿Qué significa para el ser humano que su futuro sea digital?, ¿se están deteriorando la convivencia y la salud con la difuminación entre lo analógico y lo digital, lo real y lo digital?, ¿queremos esta digitalidad o debemos establecer una ética de límites?
Con estas preguntas, entonces, lo que propongo es que las instituciones públicas promuevan un debate informado sobre el alcance, tránsito, convivencia y límites entre lo analógico y digital. Un debate para crear conciencia social sobre la condición digital. Un análisis reflexivo sobre el aprendizaje a vivir y transitar de lo real a lo digital sin angustia o sufrimiento. Y el debate debe hacerse desde el área de Educación. La escuela debe aglutinar este debate público ayudado del liderazgo de los políticos, los conocimientos de los especialistas y el interés de las familias.
Según un estudio elaborado por Unicef, el uso del primer teléfono móvil se produce en España en torno a los 10,96 años; el 90,8 % de los adolescentes se conecta casi todos los días y el 98% está registrado en alguna red social. De acuerdo con ese informe, uno de cada tres adolescentes españoles podría tener ya un uso problemático de internet. En estos momentos tenemos escolarizados a todos los niños y jóvenes que, desde 2007-2008, por la extensión de las redes de comunicación digital (3G,4G), viven su vida casi exclusivamente a través del teléfono móvil en un nivel que no se ha visto antes. Un aparato que, pegado a su piel a lo largo de las 24 horas del día (continuidad temporal) es capaz de penetrar hasta la individualidad misma de cada yo (contigüidad corporal).
Aquí está el inicio del debate. Tomar conciencia de cómo estas últimas generaciones, principalmente, tienen digitalizadas sus vidas; alterada la atención hasta el punto de perder su control a favor de automatismos externos; socavada la capacidad para tomar sus propias decisiones; entregados a pantallas generadoras de estímulos bajo la seductora lógica de la gratificación permanente y cómo, de manera silenciosa, los artefactos son la clave en su crecimiento y formación al acaparar el tiempo en casa, en la escuela y en el ocio.
La continuación del debate debe entrar en quitar el brillo a las ventajas de la digitalización, el éxito de las plataformas y las redes sociales por lo fácil y rápido que nos han hecho tareas, antes trabajosas y lentas, para poner el foco en lo que no vemos: la ingeniería de los datos (el nuevo petróleo de la economía digital). Denunciar cómo, mediante la eliminación de la fricción (resistencia) y la simplificación de la experiencia de usuario, facilitan interconexiones, condicionan nuestros actos y consolidan los hábitos para «atrapados en la red», confundir lo digital con lo real y acabar entregando nuestras emociones, conductas, opiniones, preferencias, estados de salud, miles de imágenes y desplazamientos a las plataformas impulsoras de estos sistemas de mercado de datos en el que se compran y se venden los comportamientos futuros a la vez que profundizan en algunos de nuestros problemas de igualdad e inclusión.
Todo ocurre ya digitalmente. Este primer debate debe cerrarse apelando al conocimiento y profundización en las tres características de las que viene acompañada la digitalización: dependencia, vulnerabilidad y complejidad para, finalmente, plantear una ética de los límites digitales. En el espacio público y privado entregados a la utopía tecnológica salvadora (Melanie Millete) vemos cómo la dependencia de las herramientas acaba en adicción; la debilidad ante el magnetismo de las plataformas nos hace vulnerables trastocando valores, principios e ideales y, mientras, los poderes públicos llegan a destiempo para entender la complejidad de la tecnología que acompaña a los ataques a la privacidad. Todo lo anterior es suficiente para terminar el debate con el encargo de responder a la pregunta ¿adónde vamos? con el consenso de unos límites entre lo analógico y digital desde una ética que nos preserve de los absolutismos de los territorios seguros y reafirme la condición humana sobre la digital.
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