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El debate en educación siempre está activo y eso es bueno, pues las circunstancias cambian y hay que ir adaptando los objetivos. Sin embargo, la práctica docente apenas se ha modificado en los últimos cuatrocientos años. Es un tema cercano a los ciudadanos y todos ... tienen algo que decir. Se está de acuerdo en que ser educado es bueno, pero se discrepa en cuáles son las metas, qué se entiende por aprender, qué hay que aprender y, sobre todo, cómo.
Ahora puede ser un momento oportuno para aportar ideas, pues en estos meses hay grupos trabajando en como llevar a la práctica un nuevo sistema de educación en España. Por fin, parece que se abre paso la idea de diseñar un currículo que potencie la imaginación, la creatividad, la inventiva, la innovación y la toma razonada de decisiones. Pero esto, ¿cómo se hace?
El poco éxito, en general, de las numerosas leyes educativas ha tenido como causa que no convencían ni entusiasmaban al profesorado. Teóricamente todos están en la idea del cambio, pero enseguida aparece la intranquilidad si se abandona el programa, se quitan contenidos tradicionales y se plantea trabajar las competencias.
Y es que nuestra cultura se ha visto favorecida por el pensamiento único. Enseñar se considera imponer un conjunto de verdades absolutas y cerradas. Aprender es hincar codos, realizar un esfuerzo de memorización, repetir muchas veces una misma información, escuchar atentamente al que sabe. De esta forma, nuestros alumnos se convencen pronto de dos hechos: primero, que no hay diversidad de interpretaciones del mundo, solo hay una verdad que aprender (la del profesor y/o la del libro de texto); segundo, que para aprenderla basta con repetir lo que se les indica. Esta ideología está presente en la mayoría de la gente, incluyendo no pocos docentes.
Como profesor de instituto, tuve la oportunidad de tratar de superar este modelo tradicional y ponerlo a prueba no solo en teorías pedagógicas, sino en la realidad del aula y la enseñanza concreta a alumnos de Cantabria. He recogido esta experiencia en mi libro del año pasado, 'El corazón de los árboles' (Octaedro, 2020), a medio camino entre el ensayo y la ficción, para representar lo más sustancial de aquella experiencia. Resultó bastante exitosa y sus principales protagonistas, los entonces estudiantes, hoy adultos con sus propias trayectorias familiares y profesionales, todavía la recuerdan positivamente.
Se trata de evitar que se haga verdad ese viejo e irónico dicho: que la educación consiste en que la información salte de los apuntes del profesor a los apuntes del alumnado, sin que pase por la cabeza de ninguno de los dos.
El hecho de que se reconozca que el modelo tradicional de aprendizaje está en crisis y necesita un cambio a fondo nos ofrece la oportunidad de poner los pilares de una educación, más en consonancia con nuestra época. Hay un nuevo paradigma emergente, que en este momento parece ser el que mejor nos puede ayudar a comprender la situación: es el paradigma de la complejidad. Complejidad no quiere decir complicación, sino entender la enorme riqueza que hay en las interacciones entre los elementos que forman los sistemas. Esta perspectiva favorece la visión compleja del funcionamiento del mundo. Y nos lleva a plantear una enseñanza no enciclopédica, sino de descubrimiento de esa complejidad e interrelación entre las cosas, tanto en humanidades como en ciencias exactas y naturales, o en las disciplinas artísticas, por ejemplo.
¿Cómo facilitar esos aprendizajes? Trabajando con una metodología activa por parte del alumno. Planteándoles problemas abiertos, que no tienen solución única y que para avanzar sea necesario tomar decisiones. Enseñándoles a pensar. La teoría constructivista afirma que cuando una persona aprende, realiza una serie de actividades que le servirán para construir sus propios esquemas interpretativos del mundo. Desde este punto de vista, el aprendizaje es independiente: se aprende, aunque no se enseñe. La enseñanza se concibe como todo aquello que se hace para ayudar a una persona a aprender. La enseñanza favorece el aprendizaje, pero no es la causa del aprender.
He aquí una ligerísima muestra de cuestiones y problemas que se pueden proponer dentro de este nuevo paradigma. Si al salir de aquí está lloviendo, ¿cuándo nos mojamos más, si vamos deprisa o si vamos despacio? (Pequeñas investigaciones). La sal en el agua, ¿desaparece? (Introducción del concepto de mezcla). ¿De dónde sale el oxígeno que respiran los peces? En la cara oculta de la luna, ¿es siempre de noche? ¿Por qué los americanos llegan siempre de noche a la luna? ¿Lo hacen a propósito o tienen mala suerte? ¿Qué tiene que ver el tráfico con el mal de piedra de las catedrales, el orden económico mundial y el modo de vida americano?
En otras ocasiones, los alumnos deben diseñar y construir un sencillo aparato con el que defender sus hipótesis. Ello permite el desarrollo de la creatividad, la imaginación, el trabajo en equipo, así como la exposición en clase, hablando en público sobre sus propias conclusiones, lo cual les supone una grata experiencia y les prepara para muchos momentos en la vida en que deberán explicarse de manera razonada y eficaz.
Naturalmente, para este cambio de manera de enseñar y aprender hay que empezar por modificar la formación del profesorado: los cimientos de la educación están en la universidad que forma a los docentes. Si no queremos otra nueva legislación muy interesante sobre el papel, pero que fracase en las aulas, hay que empezar por preparar a los profesionales que tienen que liderar esta transformación, y organizar esta transición de manera realista, para dar tiempo a la progresiva adaptación de todos. Desde mis muchos años como docente de Ciencias Naturales y como investigador en innovación pedagógica, tengo claro que el modelo tradicional no está haciendo ningún bien a los jóvenes ni a la sociedad. Deberíamos ser capaces de ilusionarnos todos con estos nuevos métodos. Yo los probé en mi campo de especialidad y... funcionan. Por eso, mis estudiantes sabían perfectamente dónde está el corazón de un árbol.
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