![Educados en el racionalismo](https://s3.ppllstatics.com/eldiariomontanes/www/multimedia/202102/22/media/cortadas/62320690--1248x1158.jpg)
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Hablo de la generación de los que nacimos en la posguerra. En mi caso de la española pero aplica por igual a los de la posguerra europea. Se nos había inculcado que los humanos somos seres racionales y se esperaba de nosotros que actuáramos racionalmente. ... No teníamos, pues, libertad para hacer lo que pidiera el cuerpo sino lo que dictase la razón y el desvío de esta norma estaba socialmente castigado. Las personas que no eran razonables estaban mal vistas, no se confiaba en ellas, corrían el riesgo de ser marginadas, se las mandaba claramente el mensaje de que «nunca llegarás a nada». Todavía recuerdo la angustia que uno sentía, alrededor de los 13 años, por no tener la fuerza de voluntad para hacer lo que se debe hacer: estudiar, portarse bien, no perderse en las musarañas, no mentir, actuar con honestidad... Se trataba de normas morales socialmente aceptadas, que más valía hacer propias «por la cuenta que te tiene».
La teoría económica que se impartía en las universidades también se basaba en el principio de que los actores económicos actúan racionalmente. Los políticos insistían en gobernar «con sentido común» y el sentido común de los políticos era lo que más se valoraba y esperaba de ellos. Excuso decir que honestidad y sentido común eran los valores que más se apreciaban a la hora de seleccionar y contratar al personal. Pues bien, en algún momento entre finales de los setenta y principios de los ochenta del siglo pasado, estos valores empezaron a ser cuestionados primero y arrumbados después en el desván de los trastos viejos. Hoy en día dichos principios y sus correspondientes valores brillan por su ausencia.
El problema es que esos principios y valores, convertidos en normas de comportamiento generalmente aceptadas, son los que hacen que una determinada comunidad sea funcional; es decir, hacen que la convivencia, mejor que peor, goce de una mínima armonía que estabiliza el equilibrio social y garantiza la vigencia del contrato social. Esto es lo que ha caducado; y con el contrato, también las antiguas normas de convivencia, la vigencia del sistema político, el equilibrio social...
El contrato social no se negocia en una mesa de diálogo, no es un documento escrito y expresamente ratificado. Aunque la Constitución funge dicha función 'de jure', 'de facto' el contrato está implícito en los modos y maneras de comportarnos y relacionarnos; cuando de hecho estos cambian, se está construyendo un nuevo contrato social a espaldas del contrato jurídico, de la Constitución. Esa es la situación que desde el principio del siglo XXI estamos viviendo, un período de transición que habrá de cristalizar en un nuevo contrato social. ¿Cómo será, con qué ingredientes se está cocinando? No podemos saberlo con certeza. Los que sí saltan a la vista son los ingredientes tradicionales que echaremos en falta.
La primera víctima de las nuevas circunstancias ha sido el racionalismo; el cual muy probablemente no figurará, o lo hará en proporciones considerablemente menores, en el nuevo brebaje. La segunda víctima, íntimamente relacionada con la primera, ha sido la verdad. Las verdades universales han dejado de existir fuera de los libros y las verdades relativas se han reducido a su mínimo común múltiplo: cada uno con su verdad, es decir, que reina la mentira; mentir en beneficio propio es la nueva normalidad, embaucar al público para realizar objetivos particulares no sólo es legal sino legítimo. La tercera víctima es la honestidad, también muy ligada a las dos anteriores. La honestidad intelectual ha pasado a ser un fruto exótico entre los formadores de opinión; la honestidad en las negocios ni siquiera existe como exotismo; entre los políticos es un contravalor, si eres honesto no pasarás de ser un militante de base y si no eres sectario hasta eso se te negará.
De las posibles salidas a la actual crisis de valores, esos son con diferencia los caminos más transitados. El pecado capital del racionalismo fue la condena de todos los mitos metafísicos (valga la redundancia) como perniciosas ilusiones, el opio de los pueblos. Ello ha generado el triunfo de un materialismo antidialéctico, vulgar y mezquino. La comunidad no cristaliza en ausencia de mitos compartidos, el ser humano no sabe vivir sin mitos, y el sueño de engendrar un 'hombre nuevo', un ser de racionalidad pura y dura, es el más grande y pernicioso de todos los mitos. El resultado está siendo una regresión a la tribu, la descomposición del estado-nación en sus tribus originales, un nacionalismo desintegrador.
Quede claro que estoy hablando de «la decadencia de Occidente». La reciente historia de Oriente es bien distinta, China, con sus 1.400 millones de habitantes, es allí la potencia de referencia como aquí venía siendo Estados Unidos. Los chinos no sólo no han perdido sus valores sino que los están reafirmando e incluso exportando, como Estados Unidos hizo con la democracia en su día. Unos valores bien distintos y antipáticos con los nuestros. Pero este asunto bien merece un capítulo aparte.
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