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Los innumerables consejos que nos caen a los que ya no cumpliremos sesenta son abrumadores. No lo digo por el plátano diario que contiene potasio, o por el ejercicio para mantener la masa muscular, tampoco porque es el momento de viajar, de la ropa cómoda, ... de los implantes variados o la cena temprana. Esa lucha contra la inmortalidad es una batalla perdida que te roba la energía y te sumerge en una nostalgia enfermiza.
Lo que resulta realmente revolucionario es tratar de comprender y entender, en lo posible, la manera de vivir de los jóvenes. Nietos de la Generación Z, o hijos 'millennials' que, en la mesa de Navidad, nos bombardean con anglicismos y siglas que desconocemos. Ellos emplean un idioma paralelo con el que se parten de risa, mientras tú sientes el peso abrumador de tu generación 'boomer' con referencias de la del 27, la del 98, la generación de la Transición.
Si nosotros crecimos al abrigo de la historia, ellos lo hacen a la intemperie de las redes sociales y de ese metaverso en el que crecen ignorando la inmortalidad. Ponerse al día es una aventura intelectual de primera, un viaje casi lisérgico a sus concepciones. Atrincherarse en lo de toda la vida resulta finalmente un seguro de aislamiento y mala leche. Una puede seguir con sus cuatro reglas, sus armonías de color, su necesidad de abrir un libro cuando la casa se vacía, puedes no necesitar TikTok, ni tener la habitación como manda la inspiradora Sofía Coppola o vivir sin los 25.000 seguidores de Instagram, y no pasa nada.
Tampoco es preciso imitar los códigos lingüísticos donde el sexo preside y exhibe músculo permanentemente, con su PEC o su 'servir c…', pero caminar paralelo a ello, echando el ojo a cómo conciben la libertad, guardando tus opiniones, sin juzgar severamente es una dieta estupenda para la elasticidad cerebral y la tolerancia. Yo no quiero que en un futuro la enfermera del ambulatorio me llame abuela, así que me estoy haciendo con un fondo de armario lingüístico para entender a mis descendientes. De alguna manera siento que me gustaría tener la llave de la puerta que nos separa cada día un poco más. Los mayores, los muy mayores, llevan plumas y zapatillas como los de treinta. Ya no se ve un abrigo loden de los de ir a cazar perdices o unos mocasines de talla brillante. Lo del beige y marrón, la montura de oro o el calabrote al cuello es historia. Con las palabras pasa un poco lo mismo. De emplear una u otra depende levantar un muro infranqueable o atravesar el río en una cómoda barca. Lo de no entenderse entre generaciones es un clásico que se supera.
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