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No sé quién dijo que todos guardamos tres secretos que no podemos contar. Como contadora de historias, me interesan los secretos, más que las muchas mentiras con las que caminamos como si fueran verdad y que construyen nuestra identidad social. Debieron de quedar, impregnados en ... las paredes de La Moncloa, los restos de las enormes y definitivas decisiones que tomó el expresidente socialista Felipe González, pues aunque se llevara los secretos y sus bonsais no se borró su poderosa presencia, ni allí, ni en el Partido Socialista.
El actual presidente, desde la reforma profunda que hizo al llegar, por dentro y por fuera, parece sensible a su espíritu. El universo celestial del poder de La Moncloa está iluminado por velas negras, rojas y blancas, pero a pesar de ello una tenaz negrura extiende su sombra hasta sus militantes, que contemplan cómo la disidencia se castiga con la excomunión. Todos hablan de dolor, pero no veo que se atrevan a pedir una segunda opinión. Sin ser militante, ni miembro de ningún club, quitando el de lectura de mi biblioteca, siento que no hay nada más terrible que un padre que expulsa del hogar a su hijo.
Metáforas aparte, es una tragedia que el poder pueda neutralizar la libre voluntad de pertenecer. En algunos clubes oligarcas y discriminadores se usaba la bola negra para denegar la entrada a quienes podían desestabilizar la ideología de su selecto ideario. Nadie confesaba que aquellas maneras no eran precisamente progresistas, pero todos callaban porque el menú que servían en sus salones, igual que el que sirven en el Congreso de los Diputados, tenía un precio increíblemente barato.
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