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No es la intención de quien esto escribe acelerar el paso del tiempo y convertirse en un cliché de gruñón provinciano. No conviene utilizar este formato periodístico, pienso, como un buzón de quejas y desahogos ideológicos. Algunos amigos, de hecho, suelen reprocharme el pesimismo que ... transmiten estas columnas y que choca con la tendencia al jolgorio digital.
Yo los entiendo, por supuesto, pero el caso es que vivimos en España. Y un ciudadano de mediana edad que reflexiona sobre el presente -y que aspira a mantener un cierto equilibrio entre Luis Enrique y Pedro Sánchez- debe asomarse cada día al abismo del diagnóstico. Porque a España no se la analiza ni se la estudia. A este país se lo diagnostica. Los resultados de su reconocimiento suelen variar según las épocas y los facultativos. Unos dicen: «el mal es la envidia»; mientras otros prefieren atenerse a los clásicos («país de cabreros», que han dicho tantos) o a la distancia que nos separa de «las naciones de nuestro entorno».
Mi diagnóstico más reciente es más simple y optimista, para que no se diga: España es un país impermeable. Sin embargo, esta característica, que debería salvarlo de querencias autodestructivas, ha predispuesto a sus habitantes a caer víctimas de cualquier idea de moda, especialmente si viene sazonada con mensajes de violencia y exclusión. Así ocurrió, por ejemplo, con las propuestas anarcosindicalistas o nacional-católicas durante el pasado siglo. En ningún otro país europeo gozaron estas de tanto arraigo y fervor ni de tanta duración. Porque, a pesar de que el carácter del pueblo español es fundamentalmente escéptico, nunca hemos sido capaces de convertir el escepticismo en un recurso para la política. Muy pocas veces en nuestra historia e ha podido erigir la moderación y la gestión pragmática como discurso oficial. El personal ha preferido conceder plena autonomía a sus representantes. Hoy, por ejemplo, atravesamos un periodo de constante enfrentamiento sectario y, desde el poder, se han puesto todos los medios para derogar los delitos de sedición y malversación y reformar el Poder Judicial a imagen y semejanza del Ejecutivo.
Estas iniciativas parten de las alianzas de la otrora socialdemocracia con los nacionalistas étnicos de la periferia (recientes golpistas) y con aquellos que, a la sombra del 15M, dijeron rechazar a la 'casta'. La derecha, mientras tanto, espera mansamente el rebote (PP) o, directamente, suma su delirio identitario a los otros delirios en liza (Vox). Y España continúa impermeable, convencida de que ellos, los políticos, son otra cosa; una realidad ajena, cuya acción no compete a los españoles. Pero, compete. Vaya que sí compete.
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