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Venía yo cavilando, de vuelta ayer a casa, sobre un mal sueño que tuve el otro día, de esos que recuerdas durante un tiempo, no por su dulzura, sino por la desazón que te ocasionan, al punto de que, al despertar, todavía crees que estás ... viviéndolos. Fue tan real el mío, tan auténtico, tan vívido y tan angustioso, que no dirías que fuera una pesadilla, sino la existencia misma. Te lo cuento.
Pues estaba yo en el sueño, mira tú, haciendo lo que ahora, escribiendo reflexiones de estas que publico de vez en cuando en estas páginas, no recuerdo bien sobre qué asunto, cuando, de repente, una voz sin cuerpo, color ni timbre específico, que no pude identificar entre las conocidas, pero de tono muy agrio y que me llegaba desde algún punto cercano, pero indeterminado, como envolviéndome, se dirigió a mí, más o menos en estos términos, no precisamente muy educados:
«Eh, tú... Sí, tú, doctorito de latinajos inservibles, profesorucho de majaderías anticuadas y que a nadie importan más que un bledo: ¿por qué te empeñas en denostarme y en hacerme de menos? ¿Por qué, cuando autoridades de todo rango se han dado, por fin, cuenta de que solo yo soy camino de justicia, igualdad y democracia hacia el bien supremo del ser humano, que es la felicidad, arremetes contra ellas y, de paso contra mí? No me preguntes quién soy, pues me conoces bien: sí, soy Ignorancia, a quien consideras tu enemiga, a quien difamas con tus escritos y a quien procuras aniquilar alejándome de toda criatura en edad de conocerme, adquirir mis postulados y disfrutarme. Serías tú también feliz, si los siguieras... Pero no querrás, porque tu soberbia grosera, tu redicho engreimiento y tu ausencia de empatía con el sufrido aprendiz de memeces como las que enseñas te convierten en un desgraciado sembrador de dudas, desconcierto y desventura. Yo, sin embargo, soy artífice, como digo, de justicia, pues no hay nada más justo que saber lo justo y cuanto menos mejor, sin que nadie se distinga por saber más y hacer de menos a otros. Y con mayor razón cuando son cosas prescindibles, como son casi todas y, especialmente, las tuyas. Por ejemplo, ¿de qué puede servir a nadie saber la tabla de multiplicar, si nunca hacemos multiplicaciones y, cuando nos hacen falta, usamos nuestras particulares calculadoras para obtener el resultado? ¿Alguna vez has hecho una división y, si la necesitaste, no echaste mano de la misma calculadora? ¿Qué más da si hablar se escribe con hache y con be o sin hache y con uve, si lo que importa es entenderse con be, con uve o con ceta? ¿Y todavía insistes en justificar tus mamandurrias latineras? ¿A quién interesan? ¿A quién sirven? ¿Qué aportan? La justicia que pregono es fuente, además, de igualdad. ¿Pues, qué cosa más igualitaria y equitativa puede haber que el que todos los ciudadanos sepan lo mínimo, para que nadie descuelle y nadie sea y se crea más que nadie? Y si en la igualdad se basa precisamente la democracia, ¿quién puede ser más señora de la democracia que yo? ¿No es acaso lo más democrático y natural que todo el mundo me posea por igual y que nadie demande menos saber que nadie? Nacemos sin saber y es el estado natural del hombre: generaciones de hombres y mujeres han vivido y viven sin saber; y sin saber han sido y son felices, porque saber o querer saber es causa de preocupación y angustia. No saber ha de ser, pues, un anhelo y estar al alcance de todos, sin requerir esfuerzo, cansancio, engorro, fastidio, pérdida de tiempo y, sobre todo, sin producir frustración. ¿Acaso crees que son felices esos desdichados alumnos tuyos que, como recompensa a mi cultivo, obtienen perversa y alienante reproche de ti? ¿Qué clase de bienes proporcionas? Yo te lo diré: ninguno, porque al censurar a unos y premiar a otros generas desigualdad, cometes injusticia y, sobre todo, provocas infelicidad, justo lo contrario de lo que predico y doy. Conque vete a tus asuntos y deja ya de vomitar por esa boca tuya descompuesta hediondas e inútiles advertencias de niñato sabiondo. A los jóvenes a los que tú y otros como tú torturáis con vuestros mantras de cultura y ciencia, yo sola sé educarlos, como he hecho siempre; yo sola sé procurarles sosiego, despreocupación y felicidad... con excelentes resultados».
Así me habló la voz estas y otras cosas por el estilo que, como ocurre con los sueños, no recuerdo bien. Desperté. Otra voz, esta vez de una ministra, inundaba mi casa a través de las ondas de radio: «Hemos aprobado una ley justa, igualitaria y democrática que procurará ante todo la felicidad de nuestros jóvenes...».
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