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Con frecuencia, el tratamiento dado a los flujos migratorios en la mayoría de los países desarrollados ha sido, es y será, objeto de controversia ... y, por lo tanto, de debate continuado y, a menudo, acalorado. Si partimos del hecho de que, en la inmensa mayoría de los casos, los flujos migratorios se producen por necesidad, parece lógico pensar que el tratamiento que tendríamos que dar a los mismos debería ser, cuando menos, el de comprensión y solidaridad. Por desgracia no es así; no existe ninguna duda, en efecto, de que el trato varía en función de que tales flujos sean de emigración o inmigración y, en el caso de estos últimos, de cuál sea la inclinación socio-política dominante de los países receptores.
Cuando eres tú o alguien cercano a ti el que emigra, o es tu país el que envía masivamente emigrantes al exterior, la perspectiva suele ser de una enorme comprensión hacia el fenómeno migratorio y, a menudo, de crítica acerba a los países receptores que no tienen un comportamiento suficientemente solidario. En los años sesenta y setenta de la pasada centuria y, más recientemente aunque en mucha menor medida, durante la fase más dura de la última crisis económico-financiera, los españoles entendíamos perfectamente el fenómeno migratorio de nuestros conciudadanos; emigraban en busca de una vida mejor y de unas oportunidades laborales que no encontraban aquí.
Cuando se trata de juzgar la inmigración, el punto de vista tiende a ser muy diferente y, como sucede bastante a menudo, radicalmente distinto. Aunque numerosos estudios hayan evidenciado que esto no es así, hay quien sigue insistiendo (muchos particulares y determinados partidos políticos, unos de forma clara y otros de manera subrepticia) que los emigrantes extranjeros nos roban puestos de trabajo, contribuyen a rebajar los salarios o contribuyen a que no aumenten en mayor medida, y se aprovechan de forma desmedida de las ventajas que les otorga 'nuestro' Estado del Bienestar. Solamente hay dos excepciones a este punto de vista: cuando los extranjeros son absolutamente necesarios y, por supuesto, cuando cuentan con una posición económica desahogada (cuando son ricos); en ambos casos, y todavía más en el segundo que en el primero, se les recibe con los brazos abiertos.
Aunque existen muchos ejemplos de esta forma de acogida interesada (esto es, egoísta) al emigrante, hay dos que, me parece, reflejan muy bien esta circunstancia; el primero de ellos se ha producido muy recientemente en Alemania y el segundo lleva ya algún tiempo en funcionamiento en España y otros países como Portugal o Irlanda. Tras casi una década de crecimiento económico después de la Gran Recesión, la economía alemana se encuentra con tasas de paro muy bajas y con la necesidad urgente (según el criterio de muchos empresarios) de cubrir aproximadamente 1.400.000 puestos de trabajo para profesionales cualificados; como los mismos no pueden cubrirse con ciudadanos alemanes y/o comunitarios, el gobierno germano, los sindicatos y los empresarios han llegado a un acuerdo para facilitar la incorporación de trabajadores extranjeros. Esto está bien, incluso muy bien; sólo tiene, en mi opinión, una pega: nos lo quieren vender, haciendo uso de las propias palabras de Merkel, como que «lo importante es que en países terceros nos vean como un país abierto …». Claro, somos un país abierto y solidario para recibir a los trabajadores cualificados que necesitamos, pero no para todos los demás.
El ejemplo español que quiero comentar, que podría ir por los mismos derroteros –sólo que aquí para tareas menos cualificadas que en el caso alemán, fundamentalmente en el campo y en la prestación de algunos servicios (hostelería, tercera edad, servicio doméstico, …)–, se refiere a la favorable acogida del emigrante pudiente. Aunque eso sucede en todos los sitios (lo que espanta o da miedo no es el emigrante en sí, sino el emigrante pobre), aquí ha adoptado una forma verdaderamente curiosa e ingeniosa: si usted, ciudadano extranjero, compra una vivienda en España con un precio igual o superior a 500.000 euros, inmediatamente le concedemos el permiso de residencia, con todo lo que ello implica, naturalmente, sobre todo en materia de permiso de trabajo.
En definitiva, cuando valoramos el fenómeno migratorio sucede, como ocurre cuando lo hacemos con otros tantos fenómenos complejos (uno de los más controvertidos es el del comercio de armas), que tendemos a aplicar distintos criterios dependiendo de la posición en la que nos encontramos: Un ejemplo claro de doble moral.
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Ana del Castillo
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