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El fotógrafo Pierre Gonnord, que se pasó la vida escudriñando a los hombres a través de sus rostros, decía que estos son el reflejo más fiel de la condición humana, de ahí que le gustara tanto observar el comportamiento del público en los museos al contemplar los retratos del pasado; una manera de confrontarse, como en un espejo, con su propia esencia a través del tiempo.
A partir de humanismo renacentista, las efigies de monarcas, nobles o poderosos burgueses, solían estar cargadas de un lenguaje codificado que los artistas debían respetar y que les dejaba poco margen para la expresión de sentimientos. El simbolismo dominaba la pose, la indumentaria o los accesorios y el aspecto exterior o la conducta de los individuos venían determinados por multitud de signos que había que interpretar.
Más aún en el caso de los reyes, pues si nos fijamos en sus rostros estos nos resultarán impenetrables. Entre tantas, una imagen que casi ha trascendido al personaje es el retrato de Felipe II, pintado por Sofonisba Anguisola. El monarca no porta más atributo que un toisón de oro centelleante sobre un traje color negro ala de cuervo, con tinte extraído del palo campeche, el tono más denso, más caro y más sobrio. Así se representaba de forma dramática un emperador solemne en cuyo imperio no se ponía el sol y cuyo temible poder no necesitaba de ningún artificio que trasladara su majestad.
El semblante no comunica ninguna pasión, es hermético y poco nos deja deducir de su personalidad. Sin embargo, podemos conocerlo a través de cartas, documentos y en general, de todas las fuentes de la historia en mayúsculas, esa que narra los hechos de los poderosos.
Por el contrario, ¿quiénes eran sus súbditos y cuales sus semblantes? ¿Cómo se comportaban, qué sentían o pensaban los ciudadanos anónimos?
Carlo Guinzburg en el 'Queso y los gusanos' (1976), intentó aproximarse a esa microhistoria que ponía en contexto la vida de esa masa invisible de hombres que molían la harina, cultivaban la tierra, bailaban en fiestas campestres o bebían vino. Esa otra humanidad que empezó a ser representada en su vida cotidiana por los artistas flamencos y entre ellos, a la cabeza, Pieter Bruegel el Viejo.
No hay prácticamente efigies de personajes desconocidos en las obras del pasado y los que para nosotros lo son, probablemente en su momento, fueron 'alguien'.
Estos días, tenemos la suerte de contar con un bello retrato de una persona identificada como Jerónimo de Cevallos que cuelga en el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander, procedente del Museo del Prado gracias al proyecto 'El arte que conecta'. Sabemos de él que era un hombre de leyes, erudito y coleccionista, además de regidor de Toledo durante un tiempo. Y considero una suerte poder contemplarlo porque es uno de los últimos retratos que realizó con especial maestría el Greco. Además, se distingue por algo inaudito y que escapa a los convencionalismos: un gesto en la mirada, como si acabara de verse sorprendido, que humaniza a este abogado del Toledo del siglo XVI. Ese breve rictus desvela con timidez algún rasgo de su temperamento, una cierta emoción o bien un sentimiento de melancolía.
Arduo resulta pretender «reconstruir la vida afectiva de antaño», como proponía el filósofo francés Lucien Febvre: «una tarea sumamente atractiva y terriblemente difícil».
Al menos, a través de los magníficos retratos del Greco a la corte de intelectuales y eclesiásticos en la ciudad de adopción, en la que finalmente recaló el cretense después de su largo periplo en busca de comitentes, es posible penetrar en el entramado humano del que se rodeó el artista y obtener así una imagen más precisa del mundo en el que vivió. Contemplando los rostros de sus patrocinadores y mecenas, entendemos esa humanidad a la que se refería Gonnord y, a partir de ellos, podemos incluso llegar a entender mejor la personalidad y los logros de un creador al que la historia ha adjetivado con los más variados epítetos: soberbio, loco, estrábico o genio testarudo, entre otros muchos.
Propongo que miremos más de cerca a Jerónimo e intentemos adentrarnos en su alma. Solo así podremos juzgar su calidad humana por nosotros mismos.
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