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Nunca suelo referirme en mis artículos a temas o cuestiones personales, pero se me permitirá que por una vez lo haga, que por una vez hable de mi vida privada, sin que sirva de precedente. Era allá por el año 1999. Yo estaba atravesando una ... etapa difícil, un periodo de dudas, de vacío y oscuridad. Por entonces había empezado a interesarme por el caso de Garabandal. Partiendo de un escepticismo recibido, y a medida que leía libros y documentos de toda especie sobre la materia, yo iba descubriendo en aquella historia de apariciones y mensajes de la Virgen algo que hacía arder mi corazón, algo que no solo era bello en sí mismo, bello y también dramático, sino algo que parecía digno de ser creído, de ser tomado como historia muy real y muy cercana, y algo que, por añadidura (y por contraste), venía a explicar muchos de los fallos y carencias de la Iglesia de mi tiempo.
Yo iba a misa regularmente y yo sentía, como tantos católicos practicantes a punto de dejar de serlo, que aquella Iglesia y muchos de aquellos curas me dejaban frío, me sumían en la tibieza y en la acedia. La historia de Garabandal, en cambio, me hablaba de otro modo, estaba empezando a ilusionarme. Pero esa historia, ay, estaba trunca. Era un fracaso, al menos aparente, porque las niñas de las apariciones habían declarado oficialmente, en el año 66, que en realidad no vieron a la Virgen y que todo fue un juego, una impostura. Claro que había muchos autores serios que se obstinaban en demostrar que tales negaciones no tuvieron valor, que fueron inducidas por la coacción moral del obispado de Santander, y que las propias videntes se habían desdicho de forma reiterada de su declaración. Pero el hecho ahí estaba y no era fácilmente obviable.
Hasta que una mañana tuve mi pequeño alumbramiento. Yo estaba oyendo misa en una parroquia del centro de Santander, y el cura que la decía me resultaba particularmente tibio, particularmente gris, un ejemplo acabado –desde mi punto de vista– de sacerdote rutinario, aburrido, sin soplo, sin sal evangélica alguna. Y coincidió que por entonces supe que ese sacerdote era el mismo que treinta y cuatro años antes había contribuido decisivamente a arrancar a las niñas las famosas negaciones de Garabandal. Fue aquél un detalle clave para mí. Me ayudó a entender por primera vez que lo que iba mal en la Iglesia, más que la erosión en el depósito de la fe o los ataques al dogma y a la moral que denunciaban el Papa y el Cardenal Ratzinger, era esa falta de ilusión, de frescura, de niñez espiritual. Eso que enseñaban en sus trances extáticos las niñas de Garabandal y que había sido ahogado por la supuesta cordura y adultez de la jerarquía eclesiástica.
Han pasado otros veinticuatro años desde entonces y ¿quién puede negar que la Iglesia ha ido aún a peor, sin pulso, sin apenas vocaciones ni práctica sacramental y con los escándalos más repugnantes? ¿Quién puede negar que la deriva que sigue en Santander, en España y en toda Europa, es la de la autoextinción o, al menos, la disolución en la corriente del modernismo ético? Pero resulta que Garabandal no está acabado, que no sólo su recuerdo se mantiene muy vivo sino que la Virgen sigue actuando en miles de corazones. Sus mensajes se leen, se repiten, son eficaces, se entienden cada vez mejor. Se ve cada vez más nítidamente por qué la Virgen urgió a lo que urgió a todo el mundo en 1961-1965.
Y he aquí que precisamente ahora, de repente, aquel mismo sacerdote al que me he referido antes sale en un medio de comunicación nacional a decirnos que todo fue mentira, que las supuestas videntes renegaron entonces y que siguen jugando todavía hoy a mantener engañados a los pobres ingenuos que creen aquello. ¿Qué le importa a él que haya una montaña de pruebas documentales y de testimonios rigurosos que evidencian la verdad de lo que pasó, la verdad de los fenómenos que se dieron y la verdad de los manejos de quienes lucharon por silenciarlos?
Hay una parte muy grande de la Iglesia que nos hiela el corazón. Es esa iglesia que se conforma con seguir sorda su cauce hasta que se seque del todo, una iglesia que se conforma con funcionar como aparato burocrático, una iglesia que olvida su pasado y se niega a ver su no-futuro, una iglesia que desoye totalmente el mandato de San Pablo: 'Nolite conformari huic século' (No os pleguéis al mundo).
Qué triste. Aunque sólo fuera por respeto a las gracias impresionantes e incuestionables que Garabandal ha propiciado desde 1961 hasta hoy, ningún sacerdote de esta diócesis debería lanzarse a poner de falsarias a aquellas chiquillas, hoy ancianas, y a tomar por necios a quienes creyeron, muchos ya fallecidos, y seguimos creyendo en aquellos extraordinarios sucesos.
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