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No seré yo quien niegue la importancia enorme de tener en Santander el mejor Museo de Prehistoria, el mejor archivo de fondos documentales de arte moderno y contemporáneo, una sede asociada del Reina Sofía, un Faro Santander, un Botin Centre y otras alhajas, pero me ... pregunto si la cultura de un país, de una ciudad, es sólo eso, alhajas, cosas, patrimonio físico, o si necesitamos algo más. Me pregunto si la vida cultural consiste en mucho arte, muchos libros, mucho cine y mucha música, o si requiere también un ambiente, un foro estable, un gran marco de resonancia donde se discuta, se quite y ponga, se hagan y deshagan jerarquías.
Por un lado, están las instituciones y las entidades que mandan, que programan y realizan, que lucen sus logros inversores y sus cifras de público engordadas. Por otro, está ese público, que cada día es más una masa consumidora, una grey devota que llena su ocio y da tono a su espíritu en museos y conciertos como antes se lo daba en la iglesia. Y en medio están los artistas, creadores y escritores, cada vez más mustios, porque ganarse el pan (quien pueda ganárselo) con su obra no es suficiente, porque todo es cada vez más efímero, y el éxito, el minuto de gloria, se va quedando en nada.
No es que hayan desaparecido las tertulias literarias, las tertulias (salvo las políticas de la radio), es que ha desaparecido el espacio y el tiempo para hablar de literatura y de todas esas cosas. Leemos mucho y vemos cientos de películas, pero se diría que lo hacemos en el vacío, que nos cultivamos en vano, que ha llegado un momento en que olvidamos mucho mas que aprendemos, y el balance es ominoso.
Claro que se editan miríadas de libros, claro que funcionan las redes sociales y el periodismo cultural (la crítica, la entrevista), pero falta el poso y la opinión pública. Hay voces, pero faltan los ecos. Quizá yo estoy en una burbuja y no me entero de nada, pero la sensación que tengo es que dentro de treinta o cuarenta años nadie de quien ahora mismo es alguien en el mundo de la cultura seguirá siéndolo. En su lugar habrá otros que a su vez desaparecerán cada vez más rápido.
Esta semana hemos llorado la muerte de Ángel Sopeña, un excelente poeta cántabro que llevaba muchos años en silencio, y ha sido consolador y emocionante leer en este periódico varios testimonios del aprecio profundo que su obra merecía, desde hace tiempo, a otros poetas y críticos de la ciudad. Y subrayo lo del tiempo, porque lo que cuenta es precisamente que haya memoria de su poesía, porque nos habla de una época ya ida, la de los años ochenta y noventa, en que la creación literaria aún tenía un rango social, aunque se limitara a una élite, que hoy ya no se conoce. Hoy se ha convertido en una actividad meramente individual y, fuera de los casos mediáticos, se puede decir que nadie conoce a nadie. Cierto que también influye aquí la masificación. «La literatura no perece -escribió Gómez Dávila- cuando nadie escribe sino cuando todos escriben». Por eso, es imprescindible una opinión pública también en el orden de la cultura que separe el grano de la paja.
Tal vez ya no hay ningún gran poeta (ni novelista ni dramaturgo) en Santander y acaba de morirse el último que quedaba, o tal vez sí los haya, pero están condenados a lo invisible. Les falta un público, un entorno; les falta, por decirlo en términos orteguianos, la circunstancia. Pero alguien debería hacer algo.
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Ana del Castillo
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