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Cantabria ha perdido esta semana a uno de sus grandes innovadores en el ámbito de la enseñanza: el doctor por la Universidad de Sevilla y profesor de Ciencias Naturales jubilado José Ignacio Flor Pérez. Un rápido desenlace se lo llevó de este mundo, donde estaba ... presente desde hacía 74 años con la luz de su innata curiosidad. Había disfrutado de unos entrañables días familiares. Su Barça había ganado la Supercopa al Madrid. La Vida había arrancado a la Muerte estas últimas concesiones, antes de atender el llamamiento.
A la pérdida personal (era marido, padre, abuelo, hermano, amigo), se suma la colectiva. No hace ni tres años que José Ignacio publicó su estupendo libro 'El corazón de los árboles. Cómo cambiar la educación sin cambiar las leyes'. La pandemia se echó encima cuando ya estaba programada su presentación en la Librería Gil. Hubo que renunciar al evento para no convertirlo en un foco de contagio letal. Al poco, se decretó el encierro general de los españoles. Sé que para José Ignacio fue un trago difícil, porque en esas páginas, donde novela su propia experiencia de revolución docente en el instituto de Viérnoles y en otros proyectos, iba mucho de su vida misma y de sus más profundas convicciones. Se realizó en junio de 2020 una presentación por internet, que sigue en YouTube, con una cifra interesante de visualizaciones.
El título refleja la manera de plantear la docencia. Para interesar a los estudiantes en la naturaleza, hay que proponerles preguntas. Algunas tienen respuestas cerradas (la ciencia ya 'sabe' cuáles son); otras, abiertas (no hay soluciones definitivas, sino que se trata de aprender a razonar y a conseguir pruebas de una u otra tesis). El corazón de los árboles es el que hace que, contra la fuerza de la gravedad, la savia ascienda. Pero, ¿cómo puede un líquido imponerse a la gravedad? ¿Quién lo bombea? José Ignacio aprovechaba este ejemplo para explicar el fenómeno de la capilaridad de los fluidos.
El subtítulo, a su vez, expresa una convicción pedagógica. Como el resto del profesorado, José Ignacio había conocido una interminable sucesión de leyes y reglamentos educativos, así como operaciones presupuestarias para desarrollarlos. Pero se había dado cuenta de que lo más importante en la enseñanza era lograr la participación activa de la mente del alumnado. Lo jurídico y lo económico es menos trascendente que el sistema de comunicación docente-estudiante. Y él lo mostró en la práctica. Su mayor satisfacción era encontrarse por la calle con sus exestudiantes, después de muchos años, y que le dijeran que aún recordaban aquellas clases. Fue, sin duda, un profesor inolvidable. Su antiguo alumnado sentirá sincero pesar por su fallecimiento. También trabajó en ámbitos más amplios, como impulsor de la primera feria Juvecant, donde la unión de ciencia y juego consiguió, con el apoyo de la consejera Sofía Juaristi, una experiencia pionera que marcó un hito. Asimismo, publicó en 2006 un libro de alcance nacional sobre educación ambiental.
José Ignacio colaboró desinteresadamente en el periódico universitario 'El Gallo Nostrum', con su sección de opinión 'Enseñar es un arte', donde exponía diversos casos de ejercicios didácticos, siempre amenos, llenos de sabiduría. Esperábamos que su salud le permitiera ofrecer algunas charlas a estudiantes de Magisterio de Cantabria, pero aquí de nuevo el virus fue dando largas larguísimas.
José Ignacio me hizo un gran regalo: invitarme a escribir unas líneas como prólogo a 'El corazón de los árboles'. Traté de ser fiel a la buena porción de ideas que compartíamos, tras no pocas conversaciones sobre educación y mundo contemporáneo. Ahí quedó esto: «Necesitamos mucho más cambiar la filosofía de la educación que ganar un punto de PIB para enseñanza o retocar por enésima vez la ley orgánica educativa. Pues dedicar más recursos y más normas a un método equivocado no lo hará más eficaz, sino al contrario, porque se proveería de más munición al error. La educación que se requiere es más socrática que dogmática, más de diseño que de acumulación». José Ignacio, con sus ingeniosos experimentos y su ética de respeto a la creatividad estudiantil, formó parte de un conjunto de docentes de Cantabria que, en el último medio siglo, se han esforzado por renovar el modo de enseñar. Así, otras personas entre nosotros han venido tomando ya este testigo de la más hermosa carrera de relevos: la educación de la humanidad. Pues, si se puede hacer mejor, ¿por qué hacerlo peor? ¿O es que solo los árboles tienen corazón?
Hasta siempre, maestro, amigo.
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