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Suspendidas sobre un paisaje lunar Goya pinta, en casi grisalla, a las Parcas; las tres deidades de la mitología griega. En sus manos estaba el destino de los hombres: hilaban la hebra de la vida, diseñaban su longitud y la cortaban al final de su existencia. Hijas de la noche y de la oscuridad eran temidas por su poder, en especial Atropos, la que porta las tijeras.
Esta obra, perteneciente a la serie de frescos pintados en las paredes de la Quinta del Sordo, conocidas como Pinturas Negras (por sus tonos terrosos y lúgubres, además de por los sombríos temas tratados) es una de las más misteriosas. Una figura central levita delante de las semidiosas, con las manos escondidas detrás de la espalda y la mirada perdida en el infinito, pues como cualquier mortal, se encuentra atado a un azar del que desconoce todo. La tríada es inseparable, con Cloto que teje en la rueca el hilo, o tal y como la representa Goya, moldea un pequeño muñeco de barro, y con Láquesis que escribe el destino y su duración. Sin ellas no existiría la vida. ¡Afortunados aquellos a los que las Parcas bendicen con sus esenciales dones!
Por otro lado, aunque en completa sintonía, en la magnífica exposición de Chema Madoz que se puede visitar hasta el 16 de marzo en las Naves de Gamazo de Santander, una fotografía congela el momento en el que unas tijeras tratan de cortar el hilo del humo de un cigarrillo. Todo queda reducido de nuevo al inexorable paso del tiempo.
Y nada representa mejor la tiranía de Cronos que una roca erosionada por el batir constante de las aguas, como la Horadada que el escultor José Cobo, veinte años después del desprendimiento del arco agujereado que le daba nombre, reconstruye, en un bellísimo proyecto, junto al arquitecto Clemente Lomba.
El artista recrea los fragmentos desprendidos de roca, a base de láminas de vidrio transparente tejidas una encima de la otra, a modo de mágicos estratos de capas geológicas ancestrales. Ese cristal en la noche reflejaría la ensoñadora luz lunar de las Parcas, y por el día todos los colores cambiantes de la bahía, uno para cada instante. Muchas veces provocados por la acción de los vientos y el oleaje: quizás azul ultramar al soplar el nordeste, verdoso con el gallego o amarillento con el sur. Otros, sin embargo, por un dorado amanecer que al caer el sol teñiría las aguas de rosa violáceo. Y qué mejor imagen de lo atemporal y azaroso, que la fuerza imparable de la naturaleza, siempre recordándonos que somos finitos. Y tampoco cabe mejor evocación de la leyenda mítica del origen de nuestra ciudad con la llegada del barco de piedra que porta los restos de los mártires, guiados por la roca-faro que les adentra en el inigualable paisaje de la bahía.
Como comenta Fernando Zamanillo sobre esta escultura entre real y utópica: «el escultor responde al ejercicio de su total libertad poética, ofreciéndonos una imagen muy sugestiva, El tejido de la luz, es decir, un tejido muy especial, refulgente, de un blanco brillante y una hermosura inaudita e indescriptible».
Dicha maqueta se exhibe en el Caysc hasta el 28 de febrero y con ella, se consiguen aunar arte y naturaleza, tiempo y geología, deseo e imaginación, historia y leyenda y en consecuencia, pasado y futuro.
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Ana del Castillo
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