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Suelo hablar en esos términos de los principios cristianos y ahora quisiera elaborar la idea un poco más. A la mitad del camino de mi vida llegué a la conclusión de que los humanos, antes de ser individuos, habían sido comunitarios. El individualismo era una ... conquista tardía. En efecto, a pesar de su ancestral tribalismo el ser humano ha recurrido a los mitos para organizar la vida en común y emanciparse de la tribu originaria afirmándose como individuo, de ahí surge el mito de la individualidad. Hoy, la psicología cognitiva llega a la conclusión de que a lo largo de la historia lo que se ha desarrollado es el individualismo, no la sociabilidad; pero entonces la idea predominante era la formulada por Hobbes, Locke y Rousseau, los humanos debían poner coto a su fiero egoísmo para dar paso a la colaboración pacífica mediante un contrato social.
En el origen de esa idea liberal se encuentra la idea cristiana de Dios, el principio paulino de que judíos y gentiles, circuncisos e incircuncisos, todos somos sin distinción hijos de Dios y, por tanto, debemos reconciliarnos unos con otros (contrato social) complementandolo con la idea agustiniana del Dios personal (individualismo). Se conoce como «escándalo del cristianismo» a la negación del primitivo instinto comunitario -la disposición social dentro del propio grupo, pero la competencia con otros grupos vecinos- que naturalmente practicamos los humanos.
En esa negación está el origen de lo que hoy conocemos como civilización occidental y su producto más destilado, la democracia liberal. El andamiaje institucional de la democracia empieza a construirse, a partir del humanismo renacentista, para la defensa de los hombres por los hombres, no ya por un rey supuestamente ungido por Dios. Ni la democracia ni los valores que representa son naturales sino que emana de los llamados «derechos naturales», diseñados por los hombres precisamente para instaurar su propio orden y domesticar la naturaleza. Las instituciones cristianas y democráticas, en tanto que fruto «contra natura» de estas ideas, son productos frágiles que fracturan con facilidad los propios cristianos y los demócratas. No hay más que revisar las historias de la iglesia y de la democracia: ambas doctrinas aspiran a la universalidad; pero una y otra vez sucumben al sectarismo y el nacionalismo, por no hablar de la corrupción sistémica.
La democracia es mucho más que un nuevo orden institucional. Su esencia reside en el consenso respecto a los citados derechos, a los que se califica de «naturales» para blindarles (tanto a ellos como a las instituciones que los protegen) de cualquier intento de revocación. Posteriormente se los rebautiza como «derechos humanos» y se refieren esencialmente a los derechos del individuo frente a la sociedad. Van a ser estos derechos los que paulatinamente se degraden reconvirtiendo al ciudadano en súbdito. Una clara regresión a la tribu, renuncia a las facultades críticas individuales y retorno a los actos de fe y esperanza en la propia raza y en su nación: autoestima colectiva y odio a los otros.
La neurociencia confirma que el cerebro humano no está diseñado para la individualidad. Los humanos ceden fácilmente a la tentación de no pensar por sí mismos, de sumarse al calor de la masa tal y como le dicta su naturaleza gregaria. Esto ha sido aprovechado sin contemplaciones por las élites civiles y religiosas para polarizar al conjunto de la ciudadanía en función de sus intereses de grupo, provocando un sectarismo que califica de traición cualquier iniciativa de acuerdo entre las partes. Efectivamente hay una traición, pero no a la cofradía en sí sino a los principios fundacionales de la misma, por parte de los cofrades e instigados por sus líderes. Tanto en la religión como en la política las emociones juegan un papel fundamental; cuando tales emociones se orientan hacia la confrontación con el otro, en lugar de hacia la conciliación, la supervivencia del cristianismo y de la democracia están en grave peligro.
Visto lo visto, está claro que las frágiles instituciones no bastan para contener los embates tiránicos de los déspotas. Es preciso desarrollar una cultura participativa desde lo mínimo, apear del poder mediante el voto a los dirigentes fraudulentos, hasta la colaboración activa en las organizaciones cívicas. Y mantenerlas vivas. Todo lo que se construye para domesticar a la naturaleza se degrada, sea desde el momento en que se usa de forma torticera o cuando no se reparan los desperfectos. Defender la democracia y el cristianismo -desengañemonos- es enfrentarse a los instintos primarios que todos llevamos dentro; esos instintos cuya gratificación tanto nos complace. Por eso es tan difícil, por ello tan necesario.
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