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Todos los que estamos leyendo estas letras tenemos amigos y amigas que hablan, y amigos y amigas que escuchan. Los primeros son interesantes para una comida incómoda. Los segundos son imprescindibles para la vida.
Todos conocemos a algunas personas que miran, atienden, preguntan, dialogan, leen, ... investigan, piensan, escrutan y opinan, en ese orden, y a mucha gente que siempre anda con el gatillo engrasado para disparar juicios de valor sobre todo lo que se le ponga por delante. ¿Pandemia? ¿Inflación? ¿Prima de riesgo? ¿Cambio climático? ¿Feminismo? ¿OTAN? ¿Metaverso? Aquí somos muy dados a opinar con criterio o sin él.
La realidad y las personas que protagonizan la vida social se convierten, por vicio, en un plato al aire al que tirotean con la escopeta de una palabrería cansina que nos distancia, porque en el proceso de madurez hemos experimentado que el saber universal es imposible e impostarlo es un infantilismo narcisista de prevalencia creciente en el universo de las redes.
El mundo posmoderno ha ido borrando la línea clara que diferencia la doxa de la episteme en el pensamiento de Platón. Opinión y conocimiento juegan ahora el mismo partido con la misma equipación, incluso en la Universidad, cuando el proceso lógico es que las opiniones sean hijas del conocimiento sobre la realidad y las personas, y no de un pronto de intuición, ni un juicio a priori, ni una puñalada por la espalda que nace del estómago eludiendo el masticado de la escucha, la reflexión, la ponderación, el diálogo y las conclusiones.
Lo verdaderamente platónico y revolucionario es encontrar personas que sepan escuchar. Que se paren, miren, atiendan, pregunten, dialoguen, lean, investiguen, escruten, piensen, y hagan acopio de información, de experiencias y de argumentos para elaborar una opinión propia con un sustento sólido. Y lo provocadoramente aristotélico es navegar así, a contracorriente, sobre el bote de la virtud social, entre las olas de una sociedad líquida que muta hacia a la gaseocracia a la velocidad media a la que se compone un tuit.
Escuchar es un verbo que conjugan las personas que quieren acertar y que eluden quienes se sienten en la incesante obligación de destilar sus convicciones sin el más mínimo sentido de la prudencia. Como si hablar fuera una mera necesidad fisiológica. Como si la naturalidad fuera una espontaneidad pueril.
Escuchar es un placer que satisface a las personas que dudan y un síntoma de vulnerabilidad para quienes piensan que tener razón es más importante que entenderse. Escuchar es alimento para las personas que buscan aprender, mejorar y crecer, y un muro prescindible para el totalitarismo discursivo que convierte el diálogo social en un monólogo de obsesiones individualistas.
Escuchar es oír a personas, sus razones, sus historias y sus porqués antes de que los prejuicios inunden todos los niveles de la conversación como magma de chapapote. Es mirar con atención para que no se escapen las palabras y los gestos de quien emite, porque la comunicación no verbal también se escucha, como se escuchan los silencios. Escuchar es un talante, una actitud, una aptitud, una disposición, un clima, un modo de ser, de estar, de parecer, de proponer, de construir y de sanar.
Franz Jalics, el jesuita húngaro recientemente fallecido, señala en el libro 'Escuchar para ser' lo siguiente: «La verdadera escucha es aquella en la que acogemos al otro como es y tomamos en serio lo que dice». Por eso escuchar es el primer escalón hacia la empatía.
Muchas enfermedades de nuestro tiempo tienen su foco en la intolerancia a la escucha. La posverdad y la desinformación se forjan en los cuarteles de personas intencionadamente sordas que han matado al receptor y se conforman con emitir por cualquier canal más para infectar el panorama de contenidos que para conversar con el mundo que habitan.
En el arsenal de esos estrategas a la defensiva todo son palabras destinadas al consumismo ideológico, pero eso no es comunicar ni saber convivir, porque escuchar es un camino imprescindible en la búsqueda de la verdad. Como dice Jalics, «mientras queráis imponer a otros vuestras convicciones-engreídos por lo que sabéis-, nadie os escuchará, aunque lo que tengáis que decir sea lo más valioso que posee la humanidad».
Nuestro tiempo necesita conversaciones honestas. Diálogos sinceros sin vencedores y sin vencidos. El oído se educa en la naturalidad de la familia y de los amigos. Ahí aprendemos a evitar después que la conversación pública sea un tatami para el degüello, aunque los parlamentos parezcan trincheras llenas de racistas de las opiniones contrarias y aunque desde sus tribunas se hable en el código de los discursos escritos en el despacho antes de escuchar al que antecede.
La conversación pública no debería ser un concurso de aguadillas, aunque algunos medios escupan en unidireccional sin escuchar a sus lectores o a sus audiencias. Y aunque las instituciones hagan oídos sordos a las demandas ciudadanas con una hipocresía disfrazada de transparencia.
Escuchar lo que se dice es la antesala para saber lo que se piensa, como apuntaba Donoso Cortés. Escuchar es abonar el campo intermedio entre personas, grupos, generaciones o mundos de posibilidades reales de correr el sano peligro de que nos convenzan con criterio.
Ahora que las huellas descalzas que pisan la arena se regeneran cada vez que sube y baja la marea, pienso en voz alta: cada vez me atraen más las personas que se descuelgan de sus dogmas, de ideas inflexibles, de postulados innegociables, porque han escuchado, han crecido, han madurado, han cambiado y se han embellecido de sabiduría entendiendo a los demás, sin que eso tambalee sus principios.
Escuchar puede ser un verbo intransitivo -escuchar la radio- o transitivo -hacer caso de un consejo o aviso-. Pero no puede ser un verbo intransigente si nos entusiasma la propuesta de construir entre todos un mundo que merezca la pena. Si le hablan de empatía personas que no escuchan por sistema, elimine su mensaje después de oír la señal.
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