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En la fase diocesana del Sínodo que estamos viviendo, el papa Francisco nos invita a escuchar con el corazón: unos a otros primero y, luego juntos, al espíritu de Dios. Escuchar es mucho más que oír. Escucho cuando dirijo el sentido entero y totalmente a ... algo o a alguien, observando con minuciosidad, estando en guardia para oír con los oídos abiertos. Cuando soy 'todo oído' para el otro, cuando escucho atentamente al que me habla, entonces no sólo oigo sus palabras. Oigo a la persona misma, percibo sus sentimientos, palpo sus emociones. Y al darle resonancia en mi atención, me oigo simultáneamente a mí mismo, oigo los impulsos interiores que el otro suscita en mí. Las palabras y los gestos del otro abren en mí un espacio en el que puedo percibirme a mí mismo de una manera nueva.
Muchos oyen sólo lo que quieren. Se desentienden de la crítica y perciben solo las alabanzas. Ahora bien, esto no es un auténtico escuchar. Oír con el corazón tiende a transformarme. Al escuchar me abro a lo extraño, a lo que tiene que tener una resonancia en mí. Y me abro también a la multitud de tonalidades que buscan repercutir en mi alma.
Escuchar con el corazón permite oír lo inaudible. El moderno filósofo de la armonía Joachim Ernst Berendt dice que el oído rebasa, transciende, va de lo audible a lo inaudible. Muchas veces pasamos por alto las voces de nuestro propio corazón. Quien quiera encontrar a Dios en su corazón tiene que escuchar con su oído interior los suaves impulsos que brotan de su interior. Es preciso escuchar con el corazón para oír la voz de Dios en las voces humanas y detrás de ellas. Es necesario sumergirse en el silencio para afinar una y otra vez el instrumento de nuestro oído. «El ojo conduce al ser humano al mundo, el oído introduce el mundo en el ser humano» (Lorenz Oken). También es necesario callar, dejar conscientemente de hablar o reducir al silencio nuestros pensamientos e imaginaciones para asomarnos al interior de nosotros mismos.
El Dios de nuestra fe no es mudo. Su voz resuena en la creación, en todo lo que llega a mi oído: la fuerza del viento, el susurro del arroyo, la lluvia mansa o estrepitosa, el canto de los pájaros. Pero la voz de Dios nos llega sobre todo en sus palabras. En las interiores como la voz de la conciencia y en las exteriores como las palabras de la Escritura santa. Porque en la Biblia, Dios nos ha dirigido su palabra, que no es sólo información. Es comunicación, palabra de 'alguien' que quiere entablar relación con nosotros. A través de ellas Dios nos interpela, nos consuela, nos estimula.
La palabra de Dios es una palabra llena de vida y para la vida. «Os anunciamos la vida eterna que estaba con el Padre y se nos manifestó. Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros en esa unión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,2-3). San Juan habla de oír, ver, tocar y contemplar al 'Verbo de la Vida', porque la vida misma se manifestó en Jesucristo. Y nosotros, llamados a la comunión con Dios y entre nosotros, debemos anunciar este don. Y así comunicar la alegría que se produce en el encuentro personal con Cristo, Palabra de Dios presente en medio de nosotros, es una tarea imprescindible para la Iglesia.
En un mundo que considera con frecuencia a Dios como algo superfluo o extraño, confesamos que sólo Él tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6,68). No hay prioridad más grande que ésta: abrir de nuevo al hombre de hoy el acceso a Dios, al Dios que habla y nos comunica su amor para que tengamos vida abundante (cf. Jn 10,10). «Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía», enseña el concilio Vaticano II (Dei Verbum 1)
Todo esto nos ayuda a entender por qué en la Iglesia se venera tanto la Sagrada Escritura. Pero la fe cristiana no es una «religión del Libro»: el cristianismo es la «religión de la Palabra de Dios», no de una palabra escrita y muda, sino del 'Verbo' encarnado y vivo. Por consiguiente, la escritura ha de ser proclamada, escuchada, leída, acogida y vivida como Palabra de Dios.
San Juan de la Cruz subraya que Dios nos ha hablado todo y dado todo en su hijo: «porque en darnos, como nos dio a su hijo, que es una palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola palabra... Porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado a Él todo, dándonos el todo, que es su hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa o novedad » (Subida del Monte Carmelo, II, 22).
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