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Entre todas las actitudes y frases del presidente Trump, tan pródigo en afirmaciones estrafalarias, hay una llena de sensatez: las medidas que se tomen para contener la epidemia no puede ser peores que la propia enfermedad. Esto, que parece tan evidente para resolver cualquier problema, no se aplica en España.
Lo más importante, según han recomendado todos los expertos, es detectar a los infectados para aislarlos, porque si lo hacemos con todo el mundo -sanos, curados, contagiados asintomáticos, y enfermos graves- no solo paralizamos un país, sino que generamos una sensación próxima al pánico. Transcurrido más de un mes desde que la amenaza era conocida, después de una desidia inconcebible, aún desconocemos incluso el alcance de la infección, y actuamos por generalización, incapaces de detectar enfermos asintomáticos.
Al fracaso en tomar decisiones centralizadas por un Ministerio de Sanidad fantasmal, dedicado a realizar estadísticas y dar consejos, pero sin experiencia ni medios tras las cesiones de sus competencias a las autonomías, se suman las soporíferas comparecencias de un presidente dando coba a sanitarios y fuerzas de seguridad, pero sin aportar medida alguna. En un afán de mostrar eficacia, el Gobierno, además de promulgar una totalitaria ley que prohibe el despido laboral, ha tomado una penúltima decisión, cuando menos cuestionable. La gesticulante portavoz María Jesús Montero, hablando como si escupiese las palabras anunció la adopción de medidas «imaginativas e innovadoras»: durante una temporada que se adivina larga, solo funcionarán los servicios de necesidades básicas, o lo que es igual, todo queda reducido a una situación de parálisis económica sin creación de riqueza alguna.
¿Cuánto puede aguantar un país sin generar ninguna actividad económica, salvo la alimentación y los servicios básicos? Un estado de hibernación, con la única cobertura del trabajo telemático no puede durar largo tiempo. Hay que mantener el sueldo de todos aquellos a los que se ha forzado la inactividad, a los que se han acogido a los ERTE, a los pensionistas y a los que aún trabajan. Y todo ello en una situación de parálisis productiva, en el que los ingresos fiscales caerán en picado.
Por mucho que aplaudan unos sindicatos que viven en la inopia, llegará un momento en que el propio Estado carecerá de dinero para mantener los servicios básicos y al número, varias veces millonario, de personas inactivas.
Ahora vivimos no solo el drama de la enfermedad, sino el de una generación de jóvenes perdiendo un año de estudios y de millones de empresarios autónomos que nunca volverán a serlo, aunque nos preocupe más el futuro del campeonato de fútbol.
Pero un día, la enfermedad cederá, aunque nadie es capaz de decir cuántos empresarios autónomos habrán sobrevivido, ni cuántas empresas podrán volver a su actividad normal, ni cuánto tiempo tardará en volverse a recuperar la actividad turística, ni cuántos coches van a comprarse, ni cómo se va a comportar el consumo de quienes han perdido su trabajo. Ni siquiera sabemos cómo obtendremos dinero para financiar la recuperación, en un mundo donde cada país tratará de resolver sus problemas y donde los de la Unión Europea miran de reojo a sus vecinos.
Pero quién fue incapaz de detectar la gravedad de la infección y de realizar algo tan elemental como proveer de mascarillas, guantes o batas a quienes luchaban en los hospitales, quién gastaba millones de euros en inútiles sets de diagnóstico y quién, incapaz de identificar los focos, decidió la paralización económica total de un país, pensando que la Unión Europea resolvería el futuro, no parece ser el más capacitado para hacer frente a un estado de catástrofe que se avecina.
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