Secciones
Servicios
Destacamos
Al terminar la «trilogía americana» compuesta de las biografías de Colón, Hernán Cortés y Bolívar, un proyecto que ocuparía diez años (1940-1950) de su larga carrera como historiador, Salvador de Madariaga concluía: «ni Bolívar fue libertador, ni Cortés conquistador, ni Colón ... descubridor, ninguno de los tres protagonistas de esta tragedia del Nuevo Mundo es lo que parece (...) ávidos de fama y de gloria los tres fueron meros instrumentos de algo que ni aun ahora nos ha sido dado penetrar. Colón no supo que descubría América, Cortés no supo que creaba la República mexicana, Bolívar no soñó que el espíritu del tirano Aguirre (...) tiranizaría a los venezolanos al verter un mar de petróleo estéril sobre sus valles antaño fértiles». Sin embargo, es aquella la imagen mítica de los tres personajes que lleva entronizada en el subconsciente colectivo varios siglos. Y los mitos cumplen su función..., hasta que dejan de cumplirla.
Madariaga hizo lo que hace todo buen historiador: desmitificó a los personajes, profundizó en su personalidad y sus motivaciones, dio cuenta de su grandeza y sus bajezas, analizó su obra y el contexto en que la llevaron a cabo. Se preguntó qué sabían, qué querían saber y qué ignoraban por completo; quiénes fueron sus modelos, sus colaboradores, sus enemigos y sus víctimas. No eran ángeles sino fieramente humanos. Los tres abrieron nuevos horizontes a la humanidad, cosa que intuyeron a toro pasado, aunque en una dirección y un sentido que no podían imaginar. Así se escribe la historia.
El mito, la leyenda, se escriben de otra manera; si bien los escritores, como también indica Madariaga, tampoco son capaces de vislumbrar el modo en que repercutirán en la historia los mitos que han engendrado. Los mitos históricos cumplen una función muy similar a las religiones, tratan de validar y sostener un determinado orden social, son el engrudo que une a los miembros del grupo, son esenciales para construir los códigos que informan la conducta moral (qué hacer y qué no hacer). El cerebro humano carece de mecanismos que le permitan distinguir lo relevante de lo banal. Aquello que consideramos relevante nos viene dictado exclusivamente por la cultura en la que hemos nacido y crecido; por tanto, es un fenómeno puramente ambiental.
Los valores toman cuerpo únicamente a través de la imaginación. La imaginación, origen de todo mito, es lo primero que proporciona dirección y sentido al mundo que habitamos. Y al hacerlo conforma nuestro espíritu, infunde alma a nuestra existencia. ¿Cómo lo hace? La imaginación, como su propio nombre indica, opera con imágenes. Las imágenes se engarzan para construir un relato. El relato mítico humaniza una realidad que nos es totalmente ajena, que es profundamente indiferente a nuestros afanes y preocupaciones y por ello nos resulta inhumana. El mito cumple también una función psicológica, nos enseña a vivir, nos habla del amor y el odio, de muerte y de inmortalidad, del conocimiento y la ignorancia... Moldea al individuo para que adopte los objetivos e ideales de su comunidad, guiándole durante todo el curso de su existencia. Le enseña a distinguir la verdad de la mentira según los principios acuñados por sus antepasados, a los cuales va a añadir su propia contribución.
Pues bien, así como las religiones fijan las imágenes de sus personajes sagrados en estatuas que les sirven a los fieles de vehículo para expresar sus sentimientos y reafirmar sus creencias; del mismo modo, la sociedad civil levanta monumentos a los personajes históricos que, por las razones apuntadas, se han convertido en mito. Mitos que ya nada tienen que ver con las personas de carne y hueso que los inspiraron, pero que tienen todo que ver con la cultura en que habitamos. la Estatua evoca, exclusivamente, esa imagen que tenemos archivada en nuestro cerebro; imagen que, como digo, va a cumplir una función social esencial.
Pero ¿qué hacer con esa estatua cuando su función se ha trasnochado? Como toda obra humana el mito nace, se desarrolla y decae por falta de utilidad. Cuando la estatua conmemorativa es algo más que una letrina para palomas y forma parte de un paisaje familiar, lo mejor es dejarla como ésta y disfrutarla estéticamente. En caso de que haya causado rechazo por razones políticas, que no hicieron al caso en el pasado, se debe considerar la conveniencia de relocalizarla a un museo histórico debidamente contextualizada. Sobre todo, no utilizarla como arma arrojadiza. Aunque ya no cumple su vieja función merece un respeto, el mismo respeto que nos merece la historia de la que forma parte indisociable. Lo que no es de recibo es la iconoclastia, una práctica medieval propia de zelotes fanáticos e intransigentes. El iconoclasta literal no tiene lugar en una sociedad democrática tolerante y occidental.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.