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Quizá sea ingenuo, o tal vez presuntuoso, aventurar una opinión sobre el significado de la retirada de las fuerzas occidentales de Afganistán. Para opinar con rigor, no sólo habría que ser experto en política internacional sino contar con alguna información sobre lo que está ... detrás de esta huida estadounidense: me refiero a las alternativas no declaradas -si es que las hay- a las que el gobierno del Sr. Biden ha dado prioridad a fin de que Norteamérica siga ostentando el liderazgo mundial.
Sin embargo, quienes somos indocumentados en la materia sí que podríamos formarnos una idea sobre la trayectoria que sigue el mundo, sobre el curso de la historia y el destino que nos espera a los occidentales a la vista de las fuerzas en presencia.
El problema es que la historia interesa muy poco a la gente. Cabría decir que le da igual. Cierto que la historia parece estar de moda: hay novelas y series a porrillo, hay polémicas enconadas sobre leyendas negras y otras pasiones histórico-políticas, y hay leyes de la memoria historia para que los ciudadanos, en especial los niños, se metan en la cabeza unas cuantas ideas maniqueas sobre nuestro pasado. Pero todo eso es tomar la historia como mero objeto de curiosidad, de entretenimiento o de acción política. Y la historia debería ser mucho más. Debería ser conocimiento necesario para entender nuestro presente y sobre todo para alumbrar nuestro futuro. La historia es una ciencia que busca la verdad del pasado, pero si esa verdad no nos sirve para orientar el porvenir, para enderezar nuestra trayectoria, se convierte en una disciplina bastante vana.
Viendo lo que ha pasado en Afganistán, son muchos los analistas que han pronosticado el fin de la hegemonía mundial estadounidense y un probable desastre para nuestro continente, porque al ceder el dominio de Asia Central al islamismo fanático, aunque sea para dedicar sus fuerzas al dominio del Pacífico, la posibilidad de que Rusia, China, e incluso una potencia islámica, adquieran al fin el dominio sobre Europa crece ominosamente. Claro que el mundo musulmán no es unitario, pero pocos analistas descartan que alguna de sus facciones pueda imponerse sobre el resto ni, lo que es peor, que China y Rusia, ya aliadas claramente entre sí, se alíen también con el Islam para apoderarse moral, económica y militarmente de este lado del Atlántico.
Y la pregunta es: ¿a quién inquieta esa posibilidad? A la gente, desde luego, muy poco. Porque si Estados Unidos ha de caer, si ha de dejar de ser el referente del mundo occidental, de nuestro mundo, ello no ocurrirá a corto plazo, es decir en ese lapso del futuro que alcanza la expectativa de una persona adulta, unos quince o veinte años. Si el destino de USA es cesar como primera potencia mundial, y el de Europa convertirse en un continente islámico, tutelado a medias por China y Rusia, ello no ocurrirá antes de 2040 o 2050. Por tanto, no hay que preocuparse en demasía, ni siquiera pensando en nuestros hijos.
E incluso quienes se preocupan de ello suelen tener otro problema aún más trágico, si cabe. Consideran inevitable ese destino. Se resignan a él. Lo que tenga que ser, será. Que acaso no va a ser peor que lo que hemos tenido y todavía tenemos. Acaso no va a ser peor Eurabia, en connivencia con el Kremlin y con el Partido Comunista Chino, que la Europa cristiana y capitalista, o que la democracia yanqui imperialista.
No es aquí el lugar de discutir tal cuestión pero sí de dejar constancia de ese extraño, estólido, estoicismo que domina en estas latitudes. El estoicismo es una filosofía que surge y florece en la decadencia del mundo clásico. Y esa filosofía parece florecer también en la decadencia de la civilización occidental. Sólo que, mientras en Grecia y Roma las escuelas estoicas fueron semillero de grandes pensadores, en el Occidente de hoy el estoicismo más bien parece ser filosofía de la gente común, el modus vivendi resignado de quienes han perdido toda fe en el futuro, toda ilusión por cualquier cosa que no sea el obtener satisfacciones inmediatas.
Los gobiernos y las instituciones sólo se preocupan de los problemas, reales o ficticios, del presente, como si los del futuro, por tremendos que se anuncien, no estuviera en su mano prevenirlos. Hay un asunto, sólo uno, que provoca inquietud por el futuro: el desorden climático. Contrasta curiosamente el desvelo de muchas naciones por el mal estado ambiental del planeta, el calentamiento global y la frecuencia de los desastres meteorológicos con la escasísima preocupación por los cambios geopolíticos, el imparable fortalecimiento de aquellas potencias que van a dominar mañana el mundo y que son justamente las menos interesadas en enfrentarse a ese problema en su raíz. ¿Puede creer alguien que a China, a Rusia, a India, al mundo islámico, les va a quitar el sueño alguna vez la contaminación irreversible de la Tierra?
Hay quienes creen que la historia es cíclica y que suele repetirse. Son quienes creen que la gran decadencia del imperio romano, y la era oscura que le siguió, desembocó por necesidad en el origen de una Europa que fue faro de las civilizaciones hasta el siglo XX. Y que esta Europa -léase Occidente- volverá a resurgir y a guiar de nuevo al mundo, pase lo que pase.
Me pregunto qué será peor: si ese estoicismo estólido de quienes se resignan a darla ya por muerta o la ingenuidad grotesca de esperar que una civilización que ha dejado morir su raíces espirituales pueda tener otro destino que su extinción definitiva.
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