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En el confesionario de la iglesia descubrí una estola morada colgada de una punta. Está rota, descosida y vieja, hace tiempo que no se usa. ... Parece que perteneció a don Miguel, éste párroco bautizó a mi padre, año 1936.
Era un buen cura, sotana raída y hermana soltera por ama, misa cara a la pared y en latín, confesando como siempre más a mujeres que a hombres. Escuchando y rezando, contemplando la vida del pueblo de padres a hijos, cómo si los vicios y las virtudes tuvieran también algo de heredado.
Tenía claro que era dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras. Aunque le tocó el período de guerra, a nadie perdió por ello y a más de uno salvó. Treinta años de cura haciéndolo todo; cantaba, catequizaba, acompañaba espiritualmente y guardaba el sigilo sacramental, pronunciando con el corazón de un padre misericordioso la fórmula latina «Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti».
A veces se ha ridiculizado la vida de aquellos servidores del Evangelio, pero su impronta no dejó indiferente a nadie. Ayudaba a los pobres y tiraba de la chaqueta a los ricos. A todos procuraba dar el pasaporte (los últimos sacramentos), algo tenía que haber, pensaban incluso los descreídos. Las clases humildes miraban con envidia lo que tenían los más favorecidos, y éstos pecaban de codicia, (no ha cambiado mucho el cuento). Los pecados contra el sexto con cierta frecuencia los ponía en la picota la genética. La mentira como siempre era la guarnición de todos los pecados. Inasequible al desaliente, don Miguel aguardaba con su estola rota descosida y vieja, sin horario.
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