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El año pasado era difícil imaginar que doce meses después viviríamos unas navidades en circunstancias muy diferentes. Hoy lo más preocupante es la evolución de la pandemia. El coronavirus ha cortado cientos y miles de vidas de familiares, amigos o vecinos. La ansiada vacuna ... es nuestra esperanza y la vida continúa en el marco de una economía debilitada, ¿pero cómo transcurriría una epidemia de esta naturaleza sin los medios asistenciales tanto hospitalarios como humanos que hoy tenemos?
En la cercanía del mensaje de amor navideño, me resulta difícil entender cómo los representantes de un país democrático con raíces profundamente cristianas pueden aprobar una ley de eutanasia segando la vida de un semejante. ¿Acaso es menos progresista aplicar cuidados paliativos, tanto psicológicos como farmacológicos? Otra cosa es «ayudar al bien morir», en lo cual pueden hacer mucho tanto la asistencia de médicos y sanitarios, como la ayuda humanitaria o la espiritual de un sacerdote.
La muerte no es el fracaso de la medicina, es un hecho natural al que los médicos tenemos que asistir; ninguna escuela médica, ya desde antes de Hipócrates (500 a.C.) ha enseñado a matar, sí, en cambio, a no dañar, aliviar y consolar. ¿Será el médico o el enfermero el que administre la dosis homicida prescrita? ¿O bastará el alivio de una almohada apretada por un camillero o un familiar sobre el ser querido? Hay tres letras -JHS-, que no son las siglas del 'Journal Herald Sunday'; desde hace dos mil años muestran al mundo la divinidad del mensaje navideño: «Jesús Salvador de los Hombres». Esta es nuestra fe y la alegría de los cristianos. Me alegra ese Belén en el pórtico de la iglesia de la Asunción, el concierto navideño de la Coral y la Cabalgata de Reyes aunque sea descabalgada: siempre será la alegría de nuestros pequeños.
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