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La pandemia del coronavirus (Covid-19) ha provocado una crisis de dimensiones desconocidas, y lo ha hecho sin que nadie pudiera prever un suceso de tales dimensiones y tanta profundidad. Una sociedad, asentada en la certeza de que estaba sostenida sobre sólidos cimientos, se ha ... tambaleado ante una epidemia que, hasta el momento, no ha producido un número de víctimas mortales comparables con otros estados de emergencia vividos por la humanidad. Nada que ver con los millones de muertos de la primera y segunda guerras mundiales, algo leve si se compara con los cadáveres que dejó la gripe mal llamada española y, por supuesto, de menores consecuencias que las pestes que arrasaron Europa en la Edad Media.
Pero ha bastado esta epidemia para enfrentarnos ante el espejo de nuestra fragilidad. En unos pocos días han desaparecido algunos derechos que parecían inalienables como la libre circulación, el acceso al trabajo, el derecho de reunión... y todo de forma repentina, sin pasos previos que permitan adaptarse al nuevo mundo. Las certezas que parecían inamovibles se han desmoronado y evidencian que la historia se repite en un bucle infinito.
La pandemia ha trastocado nuestra escala de prioridades e incluso de valores. Es más, todo lo trabajado durante meses y meses, los proyectos que se presentaban como ineludibles y necesarios han quedado olvidados. Lo peor es que no existe una hoja de ruta para trazar el camino de salida de esta crisis, que tiene unas dimensiones nunca vividas por la mayoría de los españoles.
Hoy, en Cantabria ha desaparecido la preocupación por lograr que los presupuestos generales del estado contengan las partidas imprescindibles para el AVE hacia Cantabria, o para el proyecto del tren de alta velocidad con el País Vasco; tampoco otras reclamaciones, hasta ayer urgentes, como la lucha contra la despoblación o la decisión acerca de qué hacer con la depuradora de Vuelta Ostrera, el permiso para que a Santander llegue agua del pantano del Ebro, el proyecto del polígono de La Pasiega, la construcción de la autovía Aguilar de Campoo-Burgos.... están ahora entre las urgencias del gobierno.
Lo que ya se presenta como un hecho cierto, es que cuando termine el aislamiento y se recupere la normalidad, nada será como antes, nada mantendrá el lugar que ahora ocupa. Un huracán económico, como el que está padeciendo Europa, deja unos daños de gran envergadura, unas pérdidas que costará mucho tiempo y enormes sacrificios superar. Es evidente que la prioridad máxima es preservar la salud de todos, pero no debemos olvidar que una economía anémica produce, a medio plazo, muchas carencias que terminan afectando a la salud de una buena parte de la población.
Si profundizamos en el análisis nos asomamos a una sima que infunde temor. El profesor cántabro José María Lassalle ha publicado, hace pocos días, un artículo de gran impacto, precisamente sobre las consecuencias que el coronavirus puede tener en la pugna de los modelos de sociedad: la occidental, que parecía imponerse a escala mundial y la china, que con esta situación de emergencia cobra vitalidad. Escribe Lassalle: «Que China se muestre más eficiente que las democracias europeas es una mala noticia para la libertad». Una pésima noticia, si la duda sobre nuestra propia arquitectura de libertades crece y si, en ese caldo de cultivo, los populismos, la demagogia y la sensación de orfandad de algunos millones de europeos, se abre camino. La tentación de anteponer la seguridad a la libertad se ha hecho presente.
Este periodo de alarma que está sumiendo a España en una situación que, con todas las salvedades, recuerda a las pestes medievales, nos enfrenta a un hecho que parecía superado: las sociedades son frágiles y están al albur de la naturaleza que, lejos de haber sido domeñada, mantiene una fuerza capaz de poner en jaque los mayores avances sociales y tecnológicos.
Ahora mismo es preciso pensar en medidas que permitan una veloz recuperación de la economía, que no es otra cosa que la suma de nuestras actividades personales. Aunque no tengamos certeza de cuando se superará la pandemia, si debemos anticiparnos a ese momento diseñando un abanico de medidas que ayuden a las empresas y autónomos a activarse, de la forma más rápida posible.
Por otra parte, la crisis del Covid-19 ha servido para constatar que las minorías independentistas persisten en su trabajo de demolición de las instituciones, como paso previo a terminar con la solidaridad entre todos los españoles y recuperar privilegios clasistas. Las reticencias del gobierno autonómico de Cataluña a las medidas del gobierno de España y la presión ejercida para que el ejército no prestara sus servicios, que finalmente no doblegaron al gobierno central, son ejemplos claros. La unidad de acción a nivel nacional, que ha sido adoptada por el gobierno que preside Pedro Sánchez -completamente necesaria y oportuna- demuestra que la fragmentación de competencias, que se ha producido, por una deriva equivocada del estado de las autonomías, debe ser revisada. Si devolver determinadas competencias en sanidad, para lograr una mayor eficacia ha sido precisa ¿Por qué no aplicar esa misma fórmula a la actividad ordinaria? ¿No es mejor disponer de una sanidad universal para todos los españoles, al margen de en qué lugar residan o se encuentren?
El llamamiento a la unidad y la solidaridad, activado por la crisis del Covid-19, debe mantenerse para superar, lo antes posible, esta situación de parálisis que padece España. Y al mismo tiempo estudiar las mejores medidas para reactivar el país lo mejor y antes posible.
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