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Estaba sentada en uno de los bancos del Paseo Marítimo próximo al embarcadero de las lanchas que van a Pedreña, Somo y la playa de El Puntal. Sostenía entre sus manos un extraño objeto, desconocido para la mayoría, que observaba con atención y manejaba con ... cuidado, ajena a cuanto ocurría a su alrededor. De cuando en cuando levantaba la vista, tal vez para darse un descanso, y contemplaba el espléndido panorama de la bahía de Santander con la marea alta, el ir y venir de la gente, las embarcaciones de recreo, la entrada del ferry, la salida de los pesqueros, a las niñas y niños aprendices de regatistas en sus veleros de juguete y los buques que llegaban a puerto, pero enseguida volvía a dirigir la mirada hacia ese objeto de forma rectangular, cuyo contenido debía transmitirle un gozo intenso y una y mil emociones a juzgar por la sonrisa que asomaba a su rostro.
Cerca, en el banco de al lado, cuatro chicas se ignoraban y escribían en sus teléfonos móviles con una rapidez sorprendente. Los antiguos mecanógrafos utilizaban todos los dedos de las manos en las legendarias Olivetti, Royal, Olympia o Underwood, sin necesidad de mirar el teclado, y alcanzaban un alto número de pulsaciones por minuto, método con el que se medía la velocidad. El hábil desempeño lo trasladaron después al ordenador, pero lo de estas adolescentes no tiene nada que ver. No necesitan aprender, han nacido con las nuevas tecnologías y son tan parte de ellas que acaban siendo abducidas. Era triste comprobar cómo a las cuatro amigas, físicamente juntas, las separaba un mundo. No hablaban. Se comunicaban por wasap. Casi no hubo palabras ni en la despedida. «Adiós, hasta mañana, quedamos aquí a la misma hora», supongo que para mañana decir lo mismo.
La joven se movió un momento, pero solo para acomodarse mejor y dejar espacio a dos señoras que la miraron con curiosidad y simpatía. Una de ellas se fijó en aquello a lo que la chica prestaba tanto interés, y le dijo algo a la otra. El singular objeto en peligro de extinción les era familiar. Con él rieron, lloraron y soñaron y nunca perdieron la costumbre de su compañía. Porque lo que hacía la chica era leer, y lo que sostenía en sus manos no era un móvil ni un juego electrónico ni un eBook ni un iPad, sino un libro, un verdadero libro, un viejo libro de papel, tinta y tapa dura, un invento milenario y posmoderno, a la vez, que funciona sin batería y sin conexión a la red, tiene rebobinado ultrarrápido, está a prueba de averías, reúne el saber y las aventuras del mundo y no ocasiona otro gasto que el de la adquisición inicial. La joven de diecisiete años pasó lentamente un par de páginas, cerró el libro después de marcarlo, saludó y se fue. Quizá mañana vuelva a verla.
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