En febrero de 2013, tres personas fueron detenidas en Torrelavega acusadas de espionaje. Sí, de espionaje. Los individuos eran miembros de una red de delación ... controlada por los servicios de inteligencia iraníes desde su embajada en Madrid. Se habían infiltrado en una ONG de la ciudad para, como voluntarios, identificar, detectar y sonsacar información a sus nacionales, que, tras haber huido de su país, se refugiaban en el Centro de Acogida de Cruz Roja en Torrelavega, y que trataban de conseguir el estatus de asilados en España. La noticia era cierta pero fue tenida en serio por casi nadie.
Aún no se había acuñado –ni mucho menos globalizado– el anglicismo 'fake news' para definir, con la economía de lenguaje tan cómoda y propia de los anglosajones, una noticia falsa, expresar en definitiva lo que en el español pastoriego más castizo se denomina 'paparrucha', una inflexión, por cierto, injustamente obsoleta. El término anglosajón casi ni se usaba hasta la campaña electoral de 2016, en la que los rusos utilizaron las redes sociales para intoxicar, pero fue un mes después de ganar las elecciones cuando Trump lo puso de moda para aguijonear a la CNN y descalificar las noticias que le fueran desfavorables, lanzándolo a la órbita global.
En la redes sociales es donde cualquier arana se convierte fácilmente en noticia. Hace un par de años circuló la martingala, de que, por ejemplo, Ciudadanos impondría el servicio militar para los 'ninis' (acrónimo de quienes ni estudian ni trabajan) generando nada menos que 269.000 interacciones en Facebook. Otra 'fake news' que logró una gran circulación por los canales sociales de internet fue la 'noticia falsa' de que Podemos tenía intención de prohibir las procesiones de Semana Santa para no ofender a los musulmanes.
Al margen de las intromisiones con fines políticos que puedan impulsar la circulación de falsedades hasta adquirir el estadio superior de noticias, se ha establecido de forma contundente una nueva especie denominada 'periodistas ciudadanos' que se dedican a difundir lo que ven, o creen ver, a través de las redes sociales añadiendo una personal explicación o información en forme de tuit, convirtiéndose así –peligrosamente– en un remedo de corresponsal.
De las etiquetas que lastran esta profesión quizás la de 'periodista ciudadano' sea una de las más peligrosas. Antes, el usuario necesitaba el rigor de un profesional formado, culto. Ahora, cualquiera puede acceder a una fuente primaria sin tratamiento, en palabras del escritor Arturo Pérez Reverte. El interés por inmiscuirse y conseguir preeminencia en la vida política y social ha determinado la aparición de páginas web pseudo informativas que buscan un protagonismo del que el profesional del periodismo, casi por definición, debería estar despegado.
En aras de que la información debe 'democratizarse' los «periodistas ciudadanos» se están convirtiendo en una fuerza imparable que reivindica su derecho a comunicar sin ningún filtro –'guerrilla journalim'– reemplazando a los profesionales y poniendo en grave riesgo el derecho que los ciudadanos tienen a ser informados con garantías.
La Constitución Española de 1978 reconoce que todas las personas pueden expresar y difundir libremente los pensamientos, informaciones, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio, garantía también amparada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero la información no es una mercancía fútil o insignificante que pueda venderse en almoneda. La sociedad tiene derecho a exigir una buena información y no ser atiborrada por rumores, suposiciones o conjeturas, demandando que las noticias les lleguen con la mayor garantía posible, que se ejerza el 'fact-checking' –periodismo de datos contrastados–, a que las informaciones se comprueben microscópicamente, y esto no puede quedar en manos de cualquiera.
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