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Entre quienes seguimos el debate de la moción censura presentada por VOX, no habrá nadie que, de inicio se conectara a la radio, la tele o internet con la esperanza, no digo ya con la ilusión, de que lo que fuera a decirse cambiara la ... distorsionada imagen que la política está ofreciendo de la realidad social de este país.
Y es que si hoy, en la otra punta del mundo, alguien estuviera valorando la posibilidad de invertir fuera de sus fronteras, a buen seguro descartaría por disparatada la idea de llevarse parte o todo su negocio a una España que, a juzgar por lo que se escucha habitualmente en el Congreso de los Diputados, parece a punto de vaciar las Cámaras para llenar las calles de peleas a garrotazos o de sustituir a sus señorías por gladiadores.
Yo estoy harto. Y me imagino que quienes estén leyendo esto, también. Harto de seguir la cobertura mediática de la política y no reconocer el país en el que vivo, harto de oír hablar de peleas que mi abuelo ya dio por zanjadas. Harto de un estilo de política al que le importa más Isabel la Católica que Isabel la de la cola del paro y al que las necesidades de los ciudadanos le importan menos que los algoritmos que diseñan estrategias que sirven para para ganar, pero no para gestionar.
Echo de menos la vieja política. La que ni se arruga al opinar ni se intoxica de ego. La que no reclama admiración sino confianza para realizar el trabajo por hacer.
Por eso el jueves dejé lo que estaba haciendo para escuchar cuando la sensatez reclamó su sitio en el Congreso de los Diputados. Cuando mis preocupaciones, y las de miles de españoles que vivimos con los dientes apretados por lo que pasa y por lo que viene, se subieron a la tribuna. Cuando, después de mucho tiempo, reconocí la España en la que vivo en las palabras de un político.
A mi no me pregunten si Pablo Casado es un orador genial, mediocre o malo. No sé si es un talento brillante o alguien que se prepara a conciencia. No tengo ni idea de si es divertido, fotogénico, mediático o algorítmico. Y puedo vivir perfectamente sin saberlo porque me importa cero. Lo que sí sé es a donde nos llevan los guapos, los testosterónicos, los estrategas. Y eso sí que me preocupa.
La unánime fascinación que las palabras de Pablo Casado parecen haber causado en los españoles a juzgar por comentarios, titulares y análisis de opinión, no es solo la consecuencia de un buen discurso. Es la consecuencia del largo periodo de abstinencia que estamos atravesando los ciudadanos. Abstinencia de sentido común. Ese concepto que en lo individual sirve para cosas tan útiles como para evitarnos peligros y mantenernos con vida pero que en lo colectivo hemos elegido despreciar como un par de zapatos pasados de moda.
Igual es que como vuelven las modas pasadas vuelven también los estilos de liderazgo, pero lo cierto es que hay quienes descubrieron el jueves el estilo de Pablo Casado como si fuera nuevo. Y no lo es, es tan 'vintage' como que le debemos los acuerdos más estables, trascendentes y sólidos gracias a los que este país sigue trabajando, viviendo y disfrutando lo bueno y encarando lo malo, en paz.
Es el estilo de liderazgo que no promete lo que no puede conseguir, pero se compromete a conseguir lo más que puede. El liderazgo que la empresa necesita, y hoy por toneladas, para seguir apostando cuando las cosas no se ven del todo claras. El que hace que el empleador se comprometa con sus empleados y estos con su trabajo.
Es el liderazgo que debe impulsar a las organizaciones sociales a devolver al camino correcto a un Gobierno regional que descarrilla al presentar los proyectos con los que aspira a atraer fondos europeos.
El liderazgo que tanto se echa de menos cuando tanta falta hace aunar esfuerzos para mantenernos a salvo del virus en lo individual y de las tentaciones antidemocráticas en lo colectivo.
Muchos y muchas, después de escuchar a Pablo Casado el jueves, lo tuvimos claro. Es lo que nos faltaba.
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