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Imaginemos una ciudad de diez millones de habitantes en la que todos nuestros vecinos fuesen parientes nuestros, allegados o afines con cierto grado de vínculo familiar a nosotros. A los que nos apellidamos Rodríguez, García, Fernández, González o López nos puede resultar algo más ... fácil este ejercicio. Si fuese, en cambio, un sólo apellido, en vez de dos, el que acompañara a nuestro nombre, esa «cercanía» se acorta. Pues bien, esto es lo que sucede en China: el país donde todos son primos (lejanos). Aquí, cerca de 150 millones de personas se reparten los siete apellidos más comunes: Wang, Li, Zhang, Yang, Chen, Zhou y Lin. Sólo los que se apellidan Wang -un 2% de toda la población china- poblarían 2,5 Españas.
China es un país de gran homogeneidad étnica donde, pese a los 55 grupos de minorías étnicas que componen la República Popular, el 92% de los ciudadanos chinos pertenecen a la etnia 'Han' (lo cual, la convierte en la etnia más numerosa del planeta, con más de 1.200 millones de miembros). Esta unidad racial y el compartir un par de docenas de apellidos contribuye a que los chinos se sientan que forman parte ya no sólo de un país y un proyecto, sino también de una gran familia. Sin ese sólido sentido de pertenencia, China probablemente no se hubiese mantenido tan unida a lo largo de los siglos. Ninguna otra de las potencias demográficas actuales (Brasil, Indonesia, India o EE UU) comparte esta homogeneidad racial. No obstante, ese mismo sentido de «gran familia ancestral» tiene como contrapartida su recurrente aislacionismo y cierto complejo de superioridad que, a lo largo de la Historia, han lastrado a China.
La familia sigue siendo, pese a todos los cambios acaecidos a lo largo de los últimos 70 años, el principal pilar de la sociedad china. Hasta el triunfo de la revolución comunista liderada por Mao en 1949, la institución familiar mantuvo unos mimbres esencialmente feudales, patriarcales y jerárquicos, donde los mayores eran siempre los más importantes, mientras que mujeres y jóvenes eran considerados poco más que elementos patrimoniales al servicio de los varones de mayor edad. Así, el caso más extremo era el de las concubinas que, sin rango ni derecho alguno en la familia, debían guardar luto no sólo por su marido, sino también por la mujer del marido, los padres del marido, y todos los hijos del marido, incluyendo los ajenos. Tristemente nadie, en cambio, estaba obligado a guardar luto por la muerte de una concubina. En aquella misma China imperial, por ejemplo, uno de los mayores castigos a los que se podía someter a alguien era el llamado «exterminio de las nueve generaciones», para depurar una pena con la eliminación de todo el linaje genealógico del castigado.
Pese a las enormes transformaciones que está sufriendo la sociedad china, los valores tradicionales, su autoritarismo y rigidez jerárquicas aún sobreviven en la familia china; por ejemplo, ningún chino que yo haya conocido se ha casado nunca sin haber obtenido, previamente, la aprobación de su familia (al contrario, conozco a muchos que han terminado sus respectivas relaciones por no contar con el beneplácito familiar). En China, rebelarse contra la familia, cortar lazos con ella, es un suicidio social. De igual manera, como ha quedado de relieve durante la crisis covid-19, en China se mantiene intacto el carácter primordial y casi sagrado de la institución familiar: el grupo lucha unido frente a la adversidad; sus miembros se cuidan mutuamente trabajando, siempre, con un solo objetivo: proteger y fortalecer el estatus y bienestar familiar.
A menudo, en China, esa sensación de «pueblo grande» y de «compadreo» generalizado se aprecia especialmente allí donde hay mucha «humanidad apiñada»: trenes, colas, aeropuertos, etc. En cierto modo, para los chinos todo resulta «doméstico» y de «andar por casa». Desconocidos se saludan cotidianamente por la calle como «tío» o «hermana» y es habitual que socios y amigos se traten, deferencialmente, como «hermano mayor» o «abuelo». En el idioma chino existen tres veces más palabras para clasificar los grados de parentesco, que en el castellano. Su empleo depende de la rama, paterna o materna, de la que se procede, del género y de su edad relativa. El asunto tiene una importancia decisiva a la hora de socializar, interactuar y, por supuesto, hacer negocios con los chinos, para quienes las relaciones interpersonales son clave y, casi siempre, es complicado tener claro quién es el verdadero socio comercial, quienes son la docena de personas que acompañan al «socio» en cada reunión y cuál es su relación entre ellas. Entender quién es quién, quien ocupa el cargo de máxima autoridad, a quién respetan, quién es el último decisor y de quién dependen unos y otros en un grupo de chinos, es clave.
Imaginémonos habitando esa ciudad de diez millones donde todos fuésemos parientes más o menos cercanos. ¿No sentiríamos lo «público» y lo «común» como algo menos ajeno?, ¿no intentaríamos cuidar mejor todos de todo?
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