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Después de esta larga temporada de confinamiento preventivo, que inevitablemente dará origen a otro manejo de la situación igual de duro de reequilibrio económico y social, trataremos de superar las heridas de la agresión vírica cerrándolas poco a poco, trago a trago, trazo a ... trazo, con minucioso zurcido de paciencia sobrevenida y de responsabilidades exigibles sin olvidar nada, procurando restañar las heridas todavía sangrantes/recientes de la pandemia.
Y lo tendremos que hacer nosotros sólos. Sin ayuda. Yo he decidido coserlas a mi manera. Me propongo cambiar de fase «a mi santo y recto entender», si me permiten la expresión, sin que me la cambien más los gobiernos locales, provinciales, autonómicos o nacional o todos «en comandita» o a conveniencia, que de bastante estado de alarma dispusieron. Ahora los alarmados de verdad somos nosotros. Me cambio directamente de fase tres a fase emocional y reivindicativa, o lo que es lo mismo: a fase exigente que ya va siendo hora.
La razón, mi razón, es que considero que estos días hemos superado la línea «Plimsoll» (aquella que designa el nivel máximo de carga que una embarcación puede soportar sin hundirse) y la zozobra hunde nuestras esperanzas. Ya no cabe más desatino: ora mascarillas no, ora mascarillas si, ora test no, ora test si, ora protocolo en residencias si, ora protocolo en residencias se envió por error, ora las residencias dependen de mi (señor Iglesias), ora no dependen de mi que mueren mucho, ora dos mil muertes más, ora dos mil muertes menos... Ora, ora, ora... Ya está bien. Pues oremus:
Sabemos que «si quieres el arco iris, tienes que soportar la lluvia» pero todo tiene un límite, no se puede estar más tiempo «bajo un cielo de escayola sucia» (Gracia Armendáriz ante lo tenebroso). Es cierto que el ser humano tiene que ir atravesando el arco de su vida cumpliendo años a la vez que soportando y superando experiencias, permitiéndose vivir por el camino momentos maravillosos e inolvidables, mezclados con otros indeseados como es el caso. Sin duda estamos ante uno de los más desgarradores. Así es la vida. Muchas veces las limitaciones son la causa de la inspiración. El hombre y la mujer mayores saben que en su trayectoria vital si se llega a edad avanzada, no importa el número exacto, cada cicatriz generada de cada dificultad que fue preciso vencer, todo éxito dichoso de celebrar o cada fracaso que hubo que superar, no refleja tan solo una batalla o una herida cerrada sino que demuestra que se sobrevivió a ellas, lo que no es poco («Cada cicatriz que tienes no es un recuerdo de que te hirieron, sino de que sobreviviste», Albert Einstein). Y son las heridas psíquicas las que más puntos de sutura requieren y el anciano, que en su largo trayecto haya sentido terror en algún momento, si ha seguido caminando a pesar de todo, demuestra que ningún sentimiento/padecimiento es definitivo como enseña la vida misma y a la que hay que «plantarle cara». Tal como ahora. Se llega a edad avanzada conociendo muchas cosas sobre el comportamiento humano que solo saben los mayores y que son ignoradas por los jóvenes. Y esa experiencia, la que da los años, es la que se tiene la obligación de respetar y lo hace cualquier sociedad sana y civilizada: cuidando, agradeciendo, copiando el ejemplo y obedeciendo los consejos de los seniors...., y respetándole al morir y aquí eso falta. Eso se olvidó conscientemente.
«Hoy es siempre todavía. Toda la vida es ahora» (Machado), dice el viejo. Aunque encorvado a veces, el anciano siempre permanece en pie y desde esa atalaya no suele mirar hacia atrás aunque lo parezca, solo alrededor y en cercanía. Mira a lo suyo. Mira a los suyos. Se llama todo esto plenitud. Y la tiene ante tal hora, lo que es bastante cuando sabemos que su listado de placeres está inexorablemente acabado.
Y aquí se les ha hurtado a los mayores. Pues bien, desde esa alcazaba de confort final, desde donde se defiende lo de uno cogido de la mano de los suyos, se les ha negado. Se les encerró en residencias y se tiró la llave ante la desesperación de sus familias..., y nadie hizo nada.
El hombre y la mujer de edad en ese punto trascendente siempre se acompaña de un soporte religioso si lo tienen, pero aún sin él, se apoya en la sociedad en la que vive, en la familia que creó, en los amigos que cobija o en los recuerdos que almacena..., pero aquí no se respetó nada de eso en el momento de recoger todo y cerrar la puerta justo ahí, se les dejó solos en sus lamentos como sentenciaba/reclamaba este autor en estas mismas páginas al principio de la pandemia, «faltos de dignidad que les fue negada».
Pues bien, ya es momento de pedir cuentas y de ajustarlas. En medio de la dificultad se esconde la oportunidad y este es el momento oportuno de la denuncia para la decencia. Y no va de partidos políticos. Llamemos a la ley.
'Desescalemos' la verdad para poder mirarnos a la cara: ¿cómo es posible que haya sucedido lo que ha sucedido y todavía no aparezcan muertes tan despiadadas en ninguna estadística? ¿Existe «nueva normalidad» sin recordarles? Esto sí que es una deuda histórica.
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