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Sugerencia sonora para acompañar la lectura: 'L'animale', de Franco Battiato.
Pocas personas cercanas a mí saben responderme cuando les pregunto qué es para ellos. Yo tampoco atino en la respuesta cuando la cuestión se vuelve contra mí. Las librerías rebosan de tomos y ... tomos sobre lo que es y cómo alcanzarla. La RAE dice: «Estado de grata satisfacción espiritual y física». ¡Casi nada!
Muchos hablan, vociferan y escriben sobre cómo alcanzarla, como si fuera un objeto que una vez atrapas, ya te perteneciera y no lo sueltas jamás. Para otros es estar colmado con el resultado de la suma de los tres tipos de días que puedes tener: los días de mierda –perdonen la brusquedad–, los anodinos y los días perfectos que se quedan para siempre en ese rincón especial de la memoria. Aprovecho aquí –y sobre esto– para recomendar el libro 'Los días perfectos' de Jacobo Bergareche.
Tolstoi decía que la felicidad no es hacer siempre lo que se quiere, sino querer lo que se hace.
En una sociedad donde el segundo puesto es el peor de los lugares. Donde la competitividad nos lleva a vivir con la lengua fuera, eternamente insatisfechos. En estos tiempos donde el culto a la 'estética' hace que muchas personas se intervengan quirúrgicamente a edades extremadamente tempranas perdiendo una belleza propia que se llama personalidad, y otras buscan la delgadez extrema como canon. Ahora que se encumbra al exhibicionista del lujo material, a futbolistas con sus colecciones de deportivos, a reguetoneros que se adornan con joyas de oro y graban sus videoclips en grandes piscinas llenas de mujeres solícitas… Todo muy «para que se vea». Luego, sí, de vez en cuando nos encoge el alma alguna noticia que nos pega con lo mundano y terrenal, como para limpiar conciencia, para después volver a asomarnos a lo superfluo.
Casi todos sabemos la teoría: es más feliz el que menos necesita (no sólo en lo tangible). Esto es como el carné de conducir: sacas adelante el teórico, que olvidas nada más salir por la puerta; luego –si templas los nervios– apruebas el práctico; y ya después sales con tu L reluciente a la jungla del asfalto y venga: aprende a conducir.
En lo que concierne a la felicidad yo me veo así, con mi L eterna. Disfrutando del camino y sus recovecos. Intentando reducir la tendencia a la velocidad, aunque no siempre lo consigo. Recibiendo bocinazos mientras me adelantan conductores veloces y malhumorados porque llegan tarde a la utopía de la felicidad.
Me temo que para comprender de qué va esto hay que llegar a una edad muy avanzada, y tal vez cuando das con la clave, no queda mucho tiempo ni energía para paladearlo. Se me ocurre no darle más vueltas a este lío de la felicidad e imaginarme tomándome un café con los míos frente a la playa de Zahara mientras sopla el poniente frente a mi cara. Para Kant la felicidad no brota de la razón, sino de la imaginación. Amén (y sin tilde).
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