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Este lunes, el veinte aniversario del 11-M era ineludible. Imposible no verlo. Imposible no hablar de ello. Así que se ha comentado y desaprobado mucho la actitud del Gobierno español de entonces: la mentira oficial respecto a la autoría del atentado. Pero en las ... tertulias de la radio nadie se detiene a reflexionar en el núcleo negro de la cuestión; o sea, el hecho de que un Gobierno entero (con un líder altivo, de acuerdo, pero al fin y al cabo un equipo de gente supuestamente inteligente, bien formada, bien informada y comprometida de un modo trascendental con la sociedad) adopta y sostiene, sin escuchar a nadie y con empecinamiento (en medio de una coyuntura de una envergadura moral inmensa y trágica en grado sumo), sostiene, digo, la desdichada decisión de mentir con descaro a todo un país. Y también al resto del mundo. Y a los profesionales que desde el minuto uno ya estaban analizándolo todo con lupa y veían la infamia. Y pese a todo lo hace, digo. Confiando en que la mentira podría favorecerle. Confiando en que aún podría proporcionarle un beneficio electoral y apostando por ello. Dicho con otras palabras: se pensó que, por la posibilidad de ganar unas elecciones, merecía la pena cargar con esa vergüenza histórica a sabiendas de que se iba a desvelar pronto. Esa es la cuestión. Salió mal, pero podía haber salido bien. Punto. Las mentiras son como el dinero. 'Hay que seguir el rastro del dinero', se suele decir en las películas interesantes. Hay que averiguar a quién beneficia la mentira. Porque la mentira es muy beneficiosa para alguna gente, esa es la cuestión. Y el poder está lleno de gente así. Gente que sabe eso.

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