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Qué profundo conocimiento tenía sobre la condición humana don Miguel de Cervantes. Puso en boca de don Quijote: «No afrentan las heridas que se dan con los instrumentos que acaso se hallan en las manos, y esto está en la ley del duelo escrito ... por palabras expresas: que si el zapatero da a otro con la horma que tiene en la mano, puesto que verdaderamente es de palo, no por eso se dirá que queda apaleado aquel a quien dio con ella. Digo esto porque no pienses que, puesto que quedamos desta pendencia molidos, quedamos afrentados: porque las armas que aquellos hombres traían, con que nos machacaron, no eran otras que sus estacas, y ninguno dellos, a lo que se me acuerda, tenía estoque, espada ni puñal». Pronuncia tales palabras cuando él y su colega de aventuras y desventuras han cobrado de lo lindo. A lo que el escudero responde: «No me dieron a mí lugar a que mirase en tanto, porque apenas puse mano a mi tizona cuando me santiguaron los hombros con sus pinos, de manera que me quitaron la vista de los ojos y la fuerza de los pies, dando conmigo adonde ahora yago, y adonde no me da pena alguna el pensar si fue afrenta o no lo de los estacazos, como me la da el dolor de los golpes, que me han de quedar tan impresos en la memoria como en las espaldas». Tras escucharle, por aquello de que el que no se consuela es porque no quiere, el ingenioso hidalgo sentencia: «Ho hay memoria a quien el tiempo no acabe, ni dolor que muerte no le consuma».
Asombra constatar la vigencia de este diálogo y cómo resulta aplicable, con nombres y apellidos, a conocidos episodios de la convulsa actualidad política española. Salta a la vista que siguen produciéndose casos demostrativos de hasta qué punto ficción y realidad se funden, con extraordinaria facilidad, en el espacio y en el tiempo. Pasen los siglos que pasen, en determinadas circunstancias el homo sapiens actúa siempre igual, no importando que sus actos se deriven del acierto de una inspirada pluma. De manera singular a la hora de mantener, en pleno naufragio de sus objetivos, una mal interpretada dignidad. Pocas veces acepta reconocer desde lo público, muy pocas, que ha metido la pata.
En un elevado porcentaje de casos, como lógica y pronta consecuencia de no querer escuchar al que trata de asesorarle con rigor, con sensatez. Es decir, no a regalarle inmerecidos elogios para conservar un cargo y, por ende, un alto status económico. Las hemerotecas de los periódicos son al respecto los únicos yangüeses de su conciencia.
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