El filósofo salvador
CANTABRIA POSITIVA ·
En Cantabria hemos tenido médicos, ingenieros, abogados, economistas y otros profesionales que como políticos han dejado mucho que desear, pero nadie lo achacó a su formación académicaSecciones
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CANTABRIA POSITIVA ·
En Cantabria hemos tenido médicos, ingenieros, abogados, economistas y otros profesionales que como políticos han dejado mucho que desear, pero nadie lo achacó a su formación académicaSi alguna vez se pensó en el filósofo como salvador de la sociedad, nadie mejor que el actual ministro de Sanidad: hasta se llama Salvador. Me afligen los reproches que se le dirigen del estilo de «qué sabrá ese, si es filósofo», como ... si su gestión fuera mejor o peor por ser filósofo, y no por ser político. ¿Lo habría bordado nuestro ilustre ministro cosmonauta, si le hubiera tocado la cartera coronavírica? ¿O las ministras que alegremente se contagiaron, no de mucho mejor modo que Boris Johnson cuando iba por los hospitales británicos dando la mano a, y haciéndose fotos con, los pacientes de Covid-19?
Ya del primer filósofo, Tales de Mileto, se contó el episodio de que, absorto en las estrellas, tropezó y cayó a una zanja, para risa de una moza que por allí pasaba. La historia tuvo muchas versiones y escribió sobre eso el alemán Hans Blumenberg un bello libro: 'La risa de la muchacha tracia'. Heráclito, el de «todo fluye», tuvo sus riñas políticas con los de Éfeso, que no le apreciaban. El ateniense Sócrates fue condenado a beber la cicuta. Su discípulo Platón se estrelló con el tirano de Siracusa. Aristóteles huyó de Atenas para que los atenienses no lamentasen otro Sócrates, como explicó con ironía. Cicerón perdió el cuello a manos de los soldados de Marco Antonio. Séneca se suicidó inducido por Nerón. Francis Bacon estuvo dos veces en la cárcel y solo el indulto del rey lo salvó, tras haber sido lord canciller de Inglaterra. Leibniz murió despreciado por el rey Jorge de Hanover, que había llegado al trono británico y al que tanto había servido. Condorcet, el girondino, muere durante el Terror de Robespierre. En medio del siglo XIX, John Stuart Mill fracasó gloriosamente en Westminster abogando por el sufragio femenino, el voto proporcional, los sindicatos y las cooperativas. Tomás Masaryk y Edvard Benes crearon de la nada una Checoslovaquia que pasó por medio siglo de ignominia antes de disolverse. El propio Ortega y Gasset cogeneró la república y acabó huyendo de ella.
O sea, que las experiencias de los filósofos con la política no son las mejores. Son, diría uno, casi tan malas como las de los propios políticos. En Cantabria hemos tenido médicos, ingenieros, abogados y economistas que como consejeros o directores generales han dejado mucho que desear, pero nadie lo achacó a su formación académica. Quizá el ministro Salvador no nos ha salvado aún porque está rodeado de médicos que animaban a ir a manifestaciones o al fútbol a principios de marzo. Eso de que «nos ha cogido desprevenidos» a mí no me lo cuenten. Estuve encerrado en mi casa una semana antes de la alarma porque, ya en febrero, un pasajero de avión traía el virus de Wuhan. Ya me había parecido raro en Barajas que, conociendo lo de China e Italia, no hubiera ni carteles, ni mascarillas, ni controles, ni nada de nada, como encontré por ejemplo en Turquía cuando la pandemia del H1N1 hace una década.
Pero, repasando la historia de la filosofía, está claro que Salvador Illa, el catalán con más responsabilidad sobre España desde el tecnócrata opusdeísta Laureano López Rodó, solo se salvará con una buena campaña de marketing. Los malos gestores que tiene a su lado pasarán como fantásticos expertos trágicamente desprevenidos; él, como el típico filósofo que no podía sino estrellarse en una zanja. 'Dies irae, dies illa'. Así comienza una de las partes más apocalípticas de la misa de Réquiem: «el día de la ira, el día aquel». La historia universal, decía Friedrich Schiller, es el juicio final. La filosofía conviene que declare solo en presencia de su abogado; y la política, que ejerza el derecho a no declarar contra sí misma. La obligada a guardar palabras no será peor que la obligada a guardar silencio, digo yo.
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Ana del Castillo
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