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El Partido Nacionalista Vasco, con su decisivo giro a favor de la sustitución de Mariano Rajoy por Pedro Sánchez en 2018, es el principal responsable de originar el escenario de ingobernabilidad que hoy, 16 meses después, aboca a España a otras elecciones repetidas, ... por el imposible arranque de la nueva legislatura nacida de las elecciones de abril, que a su vez se convocaron porque era inviable gobernar sin los votos de los independentistas catalanes.
El balance no es muy alentador. En 2015, Cortes bloqueadas. En 2016 también, y para desbloquearlas el PSOE tuvo que destituir a Pedro Sánchez e implantar una Gestora, algo que luego se vio, en las primarias, que no respondía al sentir de «no es no» que embargaba (y aún embarga) a la militancia. Y en cuanto se hizo evidente, se aprovechó que el Pisuerga pasaba por Bilbao, además de por Valladolid, para jubilar a Rajoy y alcanzar La Moncloa con unas compañías que difícilmente iban a procurar la estabilidad nacional, como bien se ha constatado en poco tiempo. Es decir, excepto en la «ventana» de oxígeno que la Gestora de Ferraz proporcionó al PP por sentido institucional, durante el resto del tiempo el tablero político nacional es el de un bloqueo que no parece especialmente afectado por el hecho de que se vote una y otra vez. Tanto en la investidura de 2016 como en la censura de 2018, son decisiones de los partidos, no de los electores, las que han levantado provisionalmente dicho bloqueo.
El sistema electoral establecido en la Transición quiso evitar las bruscas oscilaciones de mayorías parlamentarias que habían caracterizado a la Segunda República y contribuido a crispar los ánimos. Por tanto, representación proporcional, sí, pero produciendo una cierta necesidad de pacto, necesidad que, se creyó, estimularía una cultura política de diálogo. Se estableció, pues, técnicamente, una voluntaria dificultad en la obtención de mayorías cualificadas que partidistamente cambiaran fundamentos constitucionales, tan arduamente pactados como soluciones a problemas que han estado en el fondo de todas las guerras civiles contemporáneas en nuestro país. Una España no puede «reconstituir» a la otra España por las bravas. Esto es lo que procesados y prófugos del «procès» no han querido procesar.
Los posibles socios minoritarios de un pacto podían ser o bien fuerzas de centro o bien, sin dejar de ser más o menos de centro, nacionalismos periféricos. Pero si el PSOE, como sucede ahora, no puede pactar con ninguno de los dos centros, únicamente le queda la opción de aliarse con lo que está a su izquierda, problemático incluso para el electorado más moderado de los socialistas. O algún centro (Ciudadanos o todos los «junts» y algunos escaños más como el del PRC) prestaba ahora sus votos al PSOE, o solo existe la posibilidad de mayorías absolutas o cuasi-absolutas (aquellas que están tan cerca del listón, que en realidad con un poco de apoyo basta). Sin duda, la apuesta socialista por el 10-N, que estaba muy clara ya incluso antes de la votación fallida de julio, es lograr la (cuasi) absoluta y reducir la magnitud del problema de gobernabilidad (no solo de investidura, pues, si te eligen presidente, pero luego no puedes aprobar nada, flaco favor te hicieron). Por su parte, la mayoría alternativa, que se basaría en una coalición del Partido Popular y Ciudadanos, difícilmente se puede poner, a corto plazo, en números apropiados, a menos que el electorado más a la izquierda se declare mortalmente aburrido y se quede en casa, «pasando» de política y políticos. Sin embargo, tampoco es de esperar que semejante retroceso, de producirse, vaya a resultar tan significativo como para alterar sustancialmente el reparto de escaños. Los populares subirán porque se han ido renovando. Ciudadanos tiene que dar explicaciones de por qué es centro no practicante (se pueden dar, pero no son obvias). Vox ha perdido fuelle y, en provincias como la nuestra, donde no obtuvo escaño, pero restó al PP unos votos que facilitaron el éxito del PSOE, su misión llega a una cuesta muy pindia.
En resumen, puede haber movimientos con un «efecto de segunda vuelta», pero no está claro, a priori, que una próxima legislatura sea más gobernable que esta. Si el centro y los nacionalistas no quieren hacer los deberes, quizá convenga que el sistema electoral refleje no solo las opiniones mayoritarias de los españoles, sino también su deseo mayoritario de que España sea gobernada alguna vez. Para solventar la cuestión tenemos básicamente dos sistemas. Uno es el de Grecia, con un «premio de mayoría» que regala 50 escaños más al partido vencedor en las urnas. Con eso, por ejemplo, Rajoy hubiera sumado 187 escaños en 2016, y Sánchez esta primavera 173. El otro sistema es Francia: distritos que eligen un solo diputado cada uno, y por mayoría absoluta de electores; si nadie obtiene esa mayoría a la primera, los dos candidatos con más votos desempatan quince días después en otra jornada electoral, el «ballotage». Voto útil para hacer Francia no solo representativa, sino también gobernable.
Más allá de que los llamados por el sistema a ejercer de «bisagras» deban dar esta vez justificaciones (la negativa de Rivera no dejó a Sánchez más socios operativos que los que es inconveniente que lo sean; y la deriva «estelocéntrica» del catalanismo es patología grave con riesgos de cronicidad), en conjunto la culpa no es de los políticos. Somos los votantes quienes no damos brazo a torcer. En un país demográficamente maduro, tampoco cabe esperar mucha mudanza de convicciones. Al llegar a cierta edad, están muy decantadas. España cada vez tiene más votantes «convencidos para siempre». Y si la distribución de esos sentimientos no permite la gobernabilidad, la ley electoral tiene que ayudar a que los españoles seamos más pragmáticos. Aunque la frase se atribuye a Groucho Marx, parece que se originó en una crónica política neozelandesa en la década de 1870; un orador resumía así su argumentación ante una asamblea provincial: «Estos son mis principios, pero si a ustedes no les gustan puedo cambiarlos». Según Karl Popper, que impartió Filosofía allí algunos años, Nueva Zelanda es el país más fácilmente gobernado del mundo.
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