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Casó Aznar a su hija en El Escorial y ya todo era faraónico e irrompible. Antes de aquel once de marzo, el expresidente pensó que lo tenía hecho. Embebido en su mayoría absoluta, se creyó estadista, figura de culto, más allá de la gestión. Como ... Narciso, disfrutaba de su reflejo victorioso. Se le quedaba, ay, pequeño el país. En un alarde pinturero, y cumpliendo una promesa que a nadie importaba, rechazó repetir como candidato y cedió los trastos a Mariano Rajoy: «después de mí –debió de pensar– basta un funcionario gris, un burócrata al que cobijará mi sombra. He dejado a punto la maquinaria. No quedan enemigos en el horizonte». Aznar quería ser un torerísimo líder espiritual.
Durante la agitada legislatura que arrancó en 2000, las cabezas pensantes del PP tuvieron claro que las tornas habían cambiado; que, por fin, se cancelaba ese equilibrio oficioso de la democracia rediviva, según el cual mandaría siempre el PSOE porque la derecha es Franco y la peor tradición de albero y sacristía. Y es que, con Almunia y, más tarde, con ese primer Rodríguez Zapatero perfectamente inofensivo, no había color. Por si fuera poco, el Espíritu de Ermua espoleaba una lucha sin cuartel contra el entramado terrorista de ETA y acólitos en el País Vasco, donde populares y socialistas ponían los muertos en la última batalla contra el totalitarismo. En materia internacional, mostró querencia por los atlantistas, en perjuicio del eje francoalemán. Y, entonces, llegaron el Prestige, Irak y los trenes.
La más que discutible gestión de estos tres fenómenos mostró la desnudez del Gobierno popular; la abismal distancia entre la voluntad ideológica de sus responsables y el verdadero peso político de los discursos en disputa. Pero, obviamente, el problema ha sido siempre el fondo de armario, los principios. ¿Qué defiende hoy la derecha? ¿La confesionalidad del Estado? ¿El despido libre? ¿Las privatizaciones? Y, lo más peliagudo: ¿quién está en condiciones de defender públicamente esta doctrina proscrita?
Tras aquel once de marzo, a cuyos perpetradores nadie recuerda, se instaló la opinión de que el PP es un entramado autoritario contra el que vale la pena luchar a través de cualquier alianza. La identificación de la derecha española con el mal absoluto es un programa perfectamente asumible para alimentar una crispación permanente. Sin embargo, no se engañen: al menos desde 2004, el PP es la nada: una organización sin contenido que, para no asustar al respetable, espera, entre balbuceos sobre la unidad de España y la Constitución, alguna victoria de rebote.
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