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La razón es incómoda en política. No digamos la moral. Ambos antídotos contra la demagogia son recetados, en principio, como indispensables para la gestión de ... la cosa pública, pero nuestros representantes prefieren el camino fácil. La política se alimenta, en el día a día, de la confrontación y la conocida ley del embudo, que todos (militantes y comparsas mediáticas) obedecen desvergonzadamente sin encarar nunca a los gigantescos elefantes en la habitación.
La persistencia de los gestos inanes es una de las señales inequívocas de la gran crisis de la representación que atraviesa Occidente. Mientras crecen los monstruos, la otrora gran socialdemocracia europea permanece hoy bien anclada a un discurso que considera suficiente: el abandono de la clase trabajadora y la adopción de un programa identitario, adaptado a la autosatisfecha clase media urbana. La democracia cristiana, por su parte, arrastra las carencias de siempre (ni ilusión ni proyecto) bajo la amenaza electoral de la extrema derecha y los ecos de la corrupción.
En el este del continente, sin embargo, proliferan el vuelo de los misiles y los gobiernos autoritarios, a los que hemos dejado prosperar por un doble motivo: son grandes y apetitosos mercados y, además, a partir del derrumbe económico de 2008, el personal ha dejado de considerar la libertad como un valor defendible. Al fin y al cabo, la resurrección de Marx en los campus universitarios y en las editoriales más desenfadadas devolvía el prestigio de los análisis materialistas y, por tanto, deshumanizadores del presente.
Se trataba, en definitiva, de minar los cimientos del orden liberal e ilustrado, cuestionando la neutralidad de las instituciones. La izquierda 'transformadora', hábilmente situada en una superioridad moral que clama al cielo, se hizo con el control teórico del tinglado y convenció a propios y a extraños del inminente derrumbe del 'Régimen del 78'. Los esencialistas periféricos, con su xenofobia de cocción lenta, aprovecharon para perpetrar un golpe contra la ciudadanía común. Y, luego, ya saben, el advenimiento de Vox y sus rancias muletillas de cortijo y caspa.
A estas alturas, los electores deberían saber que de la siniestra aspiración al poder absoluto brotan los genocidios. La abracadabrante sintonía de los 'intelectuales' de aquí con los dictadores de todas partes es ya un cliché de la civilización; una penitencia que cargamos lo más dignamente posible. En Francia, por ejemplo, se asiste a la ruptura de los consensos cosmopolitas reflejada en los apoyos recibidos por Le Pen y Mélenchon. El presidente Macron, acusado de 'distante' y 'ultraliberal' mantiene a raya las querencias autodestructivas de Europa, escenario de las peores experiencias de nacionalismo y crimen. Pero, ¿por cuánto tiempo? Dejen de jugar, que esto es serio.
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