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L o recuerdo como si fuese ayer. Circulaba yo en un autobús por una carretera secundaria en la provincia china de Henan cuando, tras una hora de paisajes monótonos e indistintos, de entre la clásica neblina chinesca surgió, como una revelación o un espejismo...¡el ... puente de Londres! Efectivamente, allí plantificado, en mitad de los sembrados, las torres de alta tensión y las naves industriales de aquel no-lugar, resplandecía recién teletransportado desde el río Támesis.
A lo largo de todos estos años aquí, en China, he contemplado una geografía sembrada de todo tipo de 'implantes arquitectónicos', transterrados con más o menos fortuna a este lugar del globo: varias Torres Eiffel (de diferentes tamaños), docenas de Capitolios (albergando, a veces, edificios gubernamentales), no menos de tres Estatuas de la Libertad, dos 'casas blancas', una 'Esfinge de Guiza', muchos 'Arcos del Triunfo', un 'Coliseo romano' e, incluso, una 'Torre inclinada de Pisa'. Además de la natural extrañeza que provoca, en quien conoce los monumentos originales, ver esas imitaciones completamente desubicadas, también llama mucho la atención, al contemplarlas, que no se han reproducido con afán fidedigno. Casi siempre, las dimensiones, las proporciones, los materiales empleados, los acabados e, incluso, los propios colores no guardan relación fiel con el original.
Como explica el filósofo coreano afincado en Alemania Byung-Chul Han en su libro 'Shanzai. El arte de la falsificación y la deconstrucción en China', para los chinos el proceso creativo no tiene principio ni final, es sólo un continuum en el que los cambios se suceden permanentemente. La 'verdad' (lo auténtico, lo cierto) no es algo sólido ni estático en China, sino un camino infinito (el Tao) que evoluciona y se transforma. Esta idea no es abstracta ni está trasnochada: el empresario chino sigue desconfiando de lo 'definitivo'; por ejemplo, de los pactos escritos. Es más, cuando la parte occidental (muy dada a 'empapelarlo' y protocolarizarlo todo) empieza a rellenar hojas y hojas con cláusulas, artículos, disposiciones... intentando parametrar cada posible contingencia y estipular listados de derechos o deberes, el chino recula: prefiere la palabra dada y asumir compromisos mayores de manera verbal, que poner su firma bajo un denso articulado.
Así, la cultura china desconfía naturalmente de los principios absolutos e inmutables. Por esta especial manera que tienen los chinos de concebir la autenticidad, lo genuino y lo verdadero, ya se interesó Hegel y, de sus reflexiones, no salió China nada bien parada. Las ideas hegelianas han calado muy hondo en la imagen que tiene Occidente de los chinos, y su percepción como individuos taimados, falsos o faltos a la verdad. El filósofo alemán partió, para construir su teoría, de la idea de divinidad -predominante en Occidente- como símbolo supremo y referencia de 'lo auténtico'. En China (como en la mayoría de las culturas asiáticas), el budismo no ambiciona a alcanzar la perfección, entendida esta como una propiedad divina, sino que aspira a 'la nada' y al 'vacío' como máxima expresión de la virtud. Precisamente porque en China nunca existió un equivalente 'divino' al concepto de deidad absoluta occidental, el filósofo alemán ancla a ese 'nihilismo' la causa de esa supuesta inmoralidad (o falta de moralidad china). Para Hegel, ese turbio 'margen de maniobra' y esa indefinición ambigua, en la que frecuentemente parecen encontrarse tan cómodos los chinos, es una muestra de deshonestidad y falsedad.
El propio Confucio no se consideraba 'autor' de sus enseñanzas sino un simple 'mensajero' de conocimiento que, precediéndole, él sólo había adquirido de otros, absorbido, procesado y compartido: «Yo únicamente transmito; no puedo crear cosas nuevas.». Esta idea china es radical porque choca frontalmente con la idea occidental de 'originalidad': para los chinos no hay nada completamente nuevo ni completamente terminado. Del mismo modo que la vida o la Historia no tienen nacimiento ni muerte absolutas, no hay, tampoco, ideas originales ni definitivas. Todo está sujeto a infinitas reelaboraciones y reinterpretaciones. Una copia, en esta lógica, es una mera transformación de algo que, a su vez, es legado de evoluciones previas. Copiar, por tanto, no supone -en la mente de los chinos- una falsificación sino, más bien, una reconstrucción o una reinterpretación. Así, a lo largo de siglos de adopción de tendencias extranjeras como propias (el comunismo o el capitalismo entre ellas), de reinterpretación de valores o principios, China ha acabado convirtiéndose en un lugar donde la 'imitación incremental' o la 'copia iterativa' son bienvenidas. En China no son sólo logos y productos de marcas de reconocido prestigio los que se copian, sino prácticamente cualquier cosa susceptible de ser replicada.
Afortunadamente (o desafortunadamente, según se mire), Pekin ya se muestra contrario a seguir tolerando copias o desarrollos urbanísticos 'bizarros'. Y es que, consideraciones culturales a un lado, realmente, muchas de estas imitaciones chinescas son auténticos adefesios que desmerecen al original.
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