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Se ha puesto tan difícil el asunto del arte que hasta los canadienses están que fuman en pipa. El contenido insultante, al parecer, de los tebeos de Astérix y Tintín (¿qué pensará esta gente de Charlie Hebdo?) los ha dejado turulatos y enfurecidos. Digo yo ... que Hergé, Uderzo y Goscinny -que ya descansan en la tranquilidad de la tumba- recibirían esta noticia con la flema propia del talento. Ellos crearon a los protagonistas, dibujaron las historietas, el personal se divirtió y ganaron dinero. Lo de ahora es otro Occidente completamente nuevo, con sus manías de territorio viejo, próximo al martirio.
En Canadá, ojo, no se han limitado a recoger firmas o a publicar algún que otro tuit. Como allí llevan mucho tiempo afligidos por los remordimientos, los representantes del país están dispuestos a todo para hacerse perdonar los desmanes de la colonización y la voladura del universo nativo americano. Hace unos pocos meses, sin ir más lejos, se encontraron más de mil doscientas tumbas sin marcar en terrenos pertenecientes a antiguos internados para niños indígenas. El escándalo, evidentemente, fue mayúsculo. Canadá se había erigido sobre el crimen. La confianza del país en su proyecto colectivo se tambaleaba.
Para exorcizar viejos demonios, el ser humano no ha inventado nada más definitivo que el fuego. A la hoguera, por lo tanto, con Milú y compañía, reos simbólicos por los delitos de otros. La perpetradora del atávico ritual, una comisión escolar de Ontario, se escuda en que las obras carbonizadas «mostraban prejuicios contra los pueblos indígenas». Dicho y hecho. Ya lo cantaba Javier Krahe, quien, por cierto, comenzó a escribir canciones, precisamente, en Canadá: «La hoguera tiene, qué se yo, que sólo lo tiene la hoguera».
Los partidos del país norteamericano se han apresurado a condenar la «caza de brujas», afectados, sin duda, por la incomodidad que les genera reproducir en pleno siglo XXI las costumbres pirómanas del nacionalsocialismo. Pero, el primer ministro canadiense, el dicharachero Justin Trudeau, tras pronunciar una condena de compromiso, agregó: «No me corresponde a mí o a las personas que no son indígenas decir a los indígenas cómo deben sentirse o actuar para avanzar en el tema de la reconciliación».
La incapacidad de los mandatarios, de los comunicadores y figuras públicas de hoy para oponer mesura ante la brocha gorda sirve de estímulo a las fuerzas radicales para crecer en la indignación y agravar el vigente adanismo. ¿Puede la destrucción de la cultura abrir un camino hacia la utopía? La historia ha desmentido siempre la bondad de este atajo. La violencia liberticida contra la tradición no puede abordarse, como hace Trudeau, con un «pero» después de la condena.
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