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Hay una justificada redundancia en que un santanderino compre, en una caseta de libros viejos, una gastada biografía de Alfonso XIII en la plaza homónima. El autor fue un periodista monárquico, que, en una de las escenas finales de 'Vacaciones en Roma', película de 1953 ... dirigida por William Wyler y protagonizada por Audrey Hepburn (en el papel de la princesa Anna) y Gregory Peck (en el de Joe Bradley, corresponsal de agencia estadounidense en la Ciudad Eterna), se presenta ante la princesa como «Cortés Cavanillas, del ABC de Madrid».
A lo largo de muchas páginas, queda patente la devoción almibarada de este cronista por la dinastía. Su interpretación resulta menos un análisis histórico que un testimonio de cierta mentalidad: el monarquismo que aspiraba a unir tradicionalismo español y nacionalismo modernizador, sin reparar en el pluralismo de la tradición y en que la modernización debía ser ante todo mental. Julián Cortés Cavanillas, cumplido entrevistador de grandes personalidades, vivió en la república democrática italiana durante 23 años sin tener que tomar antihistamínicos. Luego, apoyó la Transición juancarlista, seguramente receloso de que en el siglo los italianos hubieran sufrido solo 22 años de dictadura y los españoles, 47.
Logré a buen precio escritos de otro monárquico, este de raíz santanderina, el erudito Pedro Sainz Rodríguez (conspirador alfonsino contra la República y luego juanista contra Franco, quizá haya una secuencia inspirador-conspirador-expirador), y una obra colectiva sobre Ramiro de Maeztu, vitoriano híper-españolista. Pero el 'bibliomarino' rápidamente equilibra la nave, por ejemplo, con un ingenioso ensayo sobre economía de Juan David García-Bacca (filósofo que pasó por el Santander de aquella pionera universidad de verano y acabó de gran pope de las humanidades en Venezuela), y unos escritos de José Bergamín, el católico radical, sobre el papel de la Iglesia en la contienda civil y las posibilidades de un cristianismo popular (eso sí era tener fe de carbonero antes de que lo del carbón fuera pecado).
Los exiliados tienen su papel también en una recopilación de comentarios que el donostiarra Paulino Garagorri, alumno de Ortega en el curso 1935-36, dedica a la relación entre los intelectuales españoles y la actividad política, y al problema del 'regionalismo' vasco. Me sorprende que, en la España de 1970, aún vivo Franco, se pudieran publicar frases de Garagorri contra el dogmatismo inamovible de los vencedores. (Frases valientes si recordamos que, en 1969, por ironizar contra el régimen, lo habían deportado a Cuenca). Garagorri sustancia un cierto jacobinismo político de su tutor José Gaos que, por otro lado, se reclamaría liberal en el exilio mexicano. Si hubiera habido en la República tantos liberales como luego pretendieron serlo, el año que viene soplaría 90 velas. En España, cuando la masa se declara liberal a posteriori es que ya se ha ido todo al garete.
También equilibra la náutica lectora un estudio de Georg Lukacs sobre la novela histórica. Lukacs, judío de Budapest, fue el gran teórico marxista de Hungría y me ha interesado desde joven casi por casualidad: topé con un libro suyo en la antigua librería Puntal 2, de Torrelavega. Lukacs de mozo era mesiánico: creía inminente la salvación social universal, al igual que su compañero de estudios Ernst Bloch. Se decía en broma que los Evangelios habían sido escritos por Mateo, Marcos, Lukacs y Bloch. El prefacio de esta obra, un clásico sobre la relación entre literatura, ciencia y sociedad, está datado en el Moscú de Stalin en 1937. Quizá ustedes son amantes de novelas históricas, género en boga, o de series y películas con esa ambientación (pienso ahora en 'Babylon Berlin' o en 'Cuando acabe la guerra'). Buena parte de lo que se presenta hoy como 'memoria histórica' no es sino novelística histórica inconfesa. Pero, ¿quién debe nombrar el aduanero de la frontera entre la novela y la historia? ¿El individuo con su propia racionalidad y liberal criterio, o la comunidad identitaria con sus consensos forzados emocionalmente?
Este era el tema de otro judío centroeuropeo, naturalizado británico: Ernest Gellner. Su libro viejo reflexiona sobre el 'dilema de los Habsburgo' en la Viena de cien años ha, que vale como problema nuevo: la contraposición entre el individualismo liberal y racional, que puede pagar un precio en soledad y abstracción, y el comunitarismo organicista, donde el colectivo étnico, social o ideológico predomina sobre el individuo y lo 'arraiga'. Gellner, experto en nacionalismos, propugna una cierta centralización política, que ofrezca racionalidad y equidad en oportunidades, compaginada con una descentralización cultural que cuide la diversidad. Nosotros, que vivimos en un estado autonómico, algún interés tenemos en tales reflexiones, y más cuando los virus nos someten a la prueba del algodón.
Para todo ello hace falta liderazgo. Merecen la pena los ensayos sobre 'liderismo' coordinados por el profesor norteamericano Rustow bajo el título 'Filósofos y estadistas'. El capítulo de Kissinger sobre Bismarck, el 'revolucionario blanco', es antológico. Nos recuerda que 'revolución' es un término técnico, no ideológico: puro manual del automóvil de la historia. Liderar no solo es mandar. Acaba siendo un llevar a la gente por donde ella quería ya ser llevada. En parte, el estadista es el muñeco de un pueblo ventrílocuo. En nuestras democracias la gente se piensa que el muñeco habla solo. Hay que fijarse mejor cuando nosotros mismos movemos los labios. En vez de programas electorales, hay que mandar a las casas un espejo de cortesía.
Finalmente, localicé una edición de 1962 de 'La naturaleza social', del demógrafo francés Alfred Sauvy, el inventor de la expresión 'tercer mundo'. Astuta reflexión y muchos ejemplos. Con mensaje final sobre la importancia de la información: no hay democracia sin ella, pero es preciso pasar los datos técnicos por tres virtudes: amenidad, fidelidad, claridad, no siempre bien hermanadas. Con la televisión e internet, el problema es incluso mayor. Hay un periodismo por inventar y, por eso, una democracia por inaugurar.
Así que sales de la feria de Santander con unos libros viejos, pero resulta que todos los problemas son como nuevos. Sorprendentemente, las únicas que envejecen las soluciones. La Fuente de la Juventud es un club muy exclusivo: solo admite como socios a los problemas.
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