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Se ha convertido en eslogan que de la pandemia que padecemos saldremos más fuertes. Al mismo tiempo hay un sentir común de que la tragedia del coronavirus nos ha hecho palpar más intensamente la debilidad y fragilidad del ser humano. Quizá de lo que se ... trate es de experimentar la fuerza de la debilidad. Veamos dos argumentos: uno de carácter antropológico, y otro de carácter teológico, que avalan la paradoja de experimentar fuerza precisamente en la debilidad.
Examinemos brevemente la fuerza y la fragilidad de una realidad tan humana como el amor. La fragilidad del amor es en realidad su fuerza. Porque el poder del amor no es imponerse sino entregarse. Y sólo en la entrega se manifiesta el verdadero rostro del amor. La experiencia primera del amor es la conciencia de riqueza, el que experimenta el amor se sabe grande y esa grandeza puede esconder un impulso idolátrico, ya que el amor nos hace como dioses. Pero se trata entonces de un «amor adolescente», es una compulsión que pretende forzar al que ama a responder dejando a un lado su libertad. Ahora bien, el amor que se construye sobre el orgullo se destruye a sí mismo. El amor posesivo no nos permite volar. Nos satisface pero no nos llena. Para amar es necesario desprenderse porque la codicia es la tumba del amor. Amar, como respirar, supone saber acoger y saber desprenderse. Por eso no es posible sin una cierta práctica de la abnegación. El amor verdadero es el que duele. Porque implica despojarse del orgullo, del privilegio de estar por encima, de la soberbia de «ser como Dios».
A partir de una reflexión sobre la ciencia del entonces cardenal Joseph Ratzinger, el profesor y psicólogo analista italiano Binasco ha desarrollado la idea de que una sociedad que pretenda ser perfecta e imponga el canon de la perfección, termina aboliendo lo humano. Lo humano es imperfecto y, por tanto, lo imperfecto es necesario.
Pasando ahora al terreno de la teología hemos de afirmar que nuestro Dios es omnipotente, pero no es prepotente ni lejano. El amor de Dios es frágil porque no se impone y, sin embargo, en esa debilidad esconde su gran fortaleza. El Dios que se encarna por amor es, a la vez, el que se rebaja. Al encarnarse Dios se aproxima al hombre y la proximidad es siempre descendente. La humillación (kénosis) de Jesús es obra del poder del amor porque sólo el que ama puede despojarse. Dos momentos clave de ese proceso de abajamiento son el lavatorio de los pies de sus amigos por parte de Jesús y la oración en el huerto previa a su Pasión. En los dos el amor se postra, se abaja, se pone a los pies de los amigos o se rinde ante la incomprensible voluntad de Dios Padre. El amor le lleva a Jesús a mirar a sus amigos, no sólo de igual a igual, sino desde abajo. Y hay agua en la jofaina de Jesucristo para lavar los pies a todos: a los justos y a los pecadores, a los que le siguen y a los que le traicionan. Postrado en tierra en el huerto de los olivos siente la enorme fragilidad del amor divino en su propia carne. Y todo su ser tiene que apoyarse en la fortaleza del corazón, en la firmeza del espíritu. El ánimo flaquea, la sensibilidad se altera, el pavor y la tristeza se adueñan de él. Sólo el amor le mantiene, la palabra que sostiene el mundo: «Padre...».
La compasión es otro nombre del amor, dejar que se nos estremezcan las entrañas ante el rostro humano del que sufre, del desvalido, del pobre. La fuerza de la debilidad no es sólo la forma como Dios actúa en la vida y en la historia de los hombres, sino la expresión de la riqueza y plenitud de su ser, siendo, a la vez, llamada y vocación para la realización plena del ser humano. Así lo vive y expresa Santa Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia: «Lo que place al buen Dios es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la ciega esperanza que yo tengo en su misericordia... He aquí mi tesoro [...] Comprended que para amar a Jesús, para ser su víctima de amor, cuanto más débil es uno, sin deseos, ni virtudes, más cerca se está de las operaciones de este amor consumidor y transformador... El mero deseo de ser víctima es suficiente, pero hay que consentir en permanecer pobre y sin fuerza y esto es lo difícil».
Ojalá todo contribuya a que descubramos como san Pablo que «la fuerza de Dios se manifiesta en la debilidad de los hombres... Cuando soy débil, entonces soy fuerte».
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