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Había ganas, muchas ganas. Contemplar un campo semivacío y triste de alientos para no pasarnos los virus de boca en boca nos ha hecho extrañar, más que nunca, esas multitudes entusiastas y alegres que tanto calor dan a la fiesta de un ascenso. Por eso ... había ganas, muchas ganas, de volver a ser muchos y cantar y brincar al son de cualquier ritmo racinguista en los Campos de Sport, que ya han subido de categoría en busca de la que les corresponde.
Había ganas de abandonar esos pases horizontales con miedo a perder el balón. Había ganas de erradicar empates y derrotas en los últimos minutos y había ganas de dejar de mirar la clasificación viendo cómo otro equipo se afianzaba cada vez más en la primera plaza. Y no sé quién tenía más ganas de cambiar, o la afición que se refugiaba en su casa para ver los partidos en Internet o los jugadores que no despegaban al equipo de una mediocridad que nos tumbó en octubre eliminados por el Leioa en la Copa de la RFEF. Claro que había ganas, pero hacía falta algo más. Hasta que apareció él, cogió el balón, se dio la vuelta como una bailarina, quebró las caderas de los adversarios, trazó líneas profundas y verticales hacia la portería, inventó parábolas y se atrevió a lanzar panenkadas. Fue él quien saltó de la trinchera de la trivialidad para conquistar la fantasía, y todos fuimos detrás de sus ganas de adolescente para cambiar el mundo.
Soko insertó cohetes en sus piernas, Íñigo atrapó el oxígeno ahogando al cansancio, Cedric descubrió la puntería, Arturo adaptó su talento a la novedad, Fausto armó sus piezas de artillería, Moreno y Bobadilla construyeron otra gran muralla,
Parera adivinó los malos pensamientos de los delanteros, Satrústegui reconvirtió en la banda su contundencia y Unai desahogó la vocación de ataque de un defensor. Teníamos ganas de volver a ser muchos y cantar y brincar al son de cualquier ritmo racinguista, siguiendo a Pablo Torre.
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