Secciones
Servicios
Destacamos
Venía yo cavilando, de vuelta ayer a casa, sobre lo revolucionados que andan últimamente los ámbitos educativos, a cuenta del éxito de los chavales que por doquier se examinaron de la EBAU (o como se llame en cada sitio). Como que año tras año vienen ... obteniendo los mejores resultados nunca vistos; lo cual, si para los profesores de la enseñanza media, auténticos héroes de la educación, representa un motivo de satisfacción y estímulo, para los universitarios lo es de preocupación, ya que muchos detectamos que el nivel con el que los recibimos es cada vez menor y que sus notazas son a menudo engañosas.
En efecto, en casi todas las áreas se observa que los chavales tienden a conocer unos contenidos muy orientados a ese fatídico examen en el que solo unos pocos, los que aspiran a obtener plaza en carrera con elevadísimo «numerus clausus», se juegan su futuro. Para los demás es casi un trámite, a sabiendas de que, si no es en una, entrarán en otra, por difícil que sea. El caso es que para estos últimos, la mayoría, el trámite se convierte en una trampa cuando, matriculados y examinados en el grado elegido, descubren que sus notas no revelan su auténtico nivel, que la carrera no era lo que pensaban, que se les hace excesivo el trabajo... y mil cosas más que provocan decepción y fracaso, abandono o cambio de estudios.
Si yo, como profesor universitario, exigiera a mis alumnos lo que antaño exigía a los antiguos licenciados, tendría un porcentaje de aprobados mucho menor (perdonadme, chicos, sabéis que os adoro, pero es la realidad) y recibiría la dichosa carta del Consejo Social instándome a decir qué pasa con mi asignatura, todos los años. Por supuesto, los culpables no son los alumnos; tampoco los profesores. Las causas son múltiples y variadas. Ahora mismo destacaré dos.
Por un lado, hay una razón social: todos queremos que nuestros hijos estudien en la universidad y sean médicos, ingenieros, arquitectos y todas esas cosas que todavía tienen prestigio social y reportan, a priori, pingües sueldos. La formación profesional, ni se menciona. Naturalmente, esto de por sí produce un desequilibrio en la educación, en virtud del cual los gobiernos privilegian unas materias, siempre de ciencias, y descuidan otras, siempre de letras, lo que hace que se perciban como innecesarias. A consecuencia de ello, se detecta que muchos alumnos, da igual de ciencias que de letras, no son a menudo capaces de entender, mucho menos de redactar, textos de mediana dificultad.
Además, hay una razón estructural de origen político que afecta a todas las materias: las leyes. Todos los gobiernos de España han aspirado a innovar y mejorar nuestro sistema educativo, pero siempre a su manera, con el objetivo no de enseñar mejor sino de que los resultados, mensurables en porcentajes de aprobados y suspensos, de éxitos y abandonos, sean favorables.
Así las cosas, da igual que un alumno sepa o no sepa hacer la O con un canuto: los conocimientos que se le suponen no serán necesaria consecuencia de estudio, esfuerzo o logros cognitivos, sino de la adquisición de habilidades, capacidades o incluso, de intenciones de aprender.
Con estos presupuestos, no extrañe que cada vez haya más dieces en los exámenes de ingreso a la universidad. A poco que uno se esfuerce destacará sobremanera. Y ojo, esto no quita un ápice de mérito a esos estudiantes; al contrario, lo tienen todo, porque, pudiendo hacer menos, hacen muchísimo más.
A todo esto, en los últimos años a los políticos les ha dado por decir que esta es la «generación más preparada de la historia». Los que trabajamos en la educación no podemos sino sonreír ante semejante estupidez que, sin embargo, ha calado hondo en la sociedad, al punto de que los mismos protagonistas llegan a creérselo y a pregonarlo.
La realidad actual la define a la perfección una anécdota con un profesor de medias: al preguntarle yo sobre un alumno mío -que antes lo había sido suyo en el instituto- cómo era posible que hubiera escalado a la universidad, siendo incapaz como era de entender nada de lo que yo decía en clase, me contestaba que bastante difícil lo tenían los chavales como para encima suspenderles; que él se limitaba a dar clase y a aprobar, que no quería líos y que ya le suspendería la vida. Sic. Mi respuesta a esto fue que no estaba de acuerdo con este planteamiento, porque, le dije, «cuando era tu alumno, la vida eras tú».
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.